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La vida en 18 horas

El niño no ha dejado de llorar. Hará media hora que empezó y lo hizo a moco tendido, a pulmón inflado, a corazón partido. O a estómago vacío. Yo no sé. Parece que su mamá tampoco y ya los pasajeros comienzan a impacientarse. De cuando en cuando hay alguna intentona de protesta, alguien se levanta y lanza una mirada inquisidora en busca de la fuente de los chillidos. Luego se sienta. Vencido. Despeinado. Solo hunde la cabeza en la almohada y trata, inútilmente, de conciliar el sueño. Pero, por amor al cielo, no se nos mire como a una colección de villanos incapaces de conmoverse con el llanto de una criatura; en realidad nos acercamos más a una deprimente antología de malos humores, hambres y desvelos. Unas 40 almas en un viaje de 18 horas en bus.

Por Amalia del Cid

El niño no ha dejado de llorar. Hará media hora que empezó y lo hizo a moco tendido, a pulmón inflado, a corazón partido. O a estómago vacío. Yo no sé. Parece que su mamá tampoco y ya los pasajeros comienzan a impacientarse. De cuando en cuando hay alguna intentona de protesta, alguien se levanta y lanza una mirada inquisidora en busca de la fuente de los chillidos. Luego se sienta. Vencido. Despeinado. Solo hunde la cabeza en la almohada y trata, inútilmente, de conciliar el sueño. Pero, por amor al cielo, no se nos mire como a una colección de villanos incapaces de conmoverse con el llanto de una criatura; en realidad nos acercamos más a una deprimente antología de malos humores, hambres y desvelos. Unas 40 almas en un viaje de 18 horas en bus.

Ya llevamos unas cuatro, calculo. En un rato, no sé cuándo, cruzaremos la frontera de Nicaragua con Honduras y estaremos a dos países y medio de nuestro destino: Guatemala, donde esperan la familia, el frío, el miedo a las maras, la Navidad, el chocolate caliente, el miedo a las maras, la cerveza, las artesanías, los indígenas y el miedo a las maras. Llegaremos pues, y para entonces

en lugar de espalda tendremos alguna clase de engendro de cuero y en vez de piernas, dos pedazos de trapo. No es cierto. La espalda será la espalda y las piernas, las piernas. Sin embargo, nosotros seremos 18 horas más viejos. Habremos tenido un siglo para repasar la vida propia o la ajena (según se prefiera), estudiar el comportamiento humano y el triunfo de las necesidades biológicas sobre el pudor.

El cajón metálico que hace las veces de inodoro es lo único con lo que contamos. Es eso o aguantarse hasta llegar a la aduana o a alguna gasolinera. ¡Ah, si la voluntad mandara sobre el cuerpo! No habría que avanzar tambaleándose entre las dos filas de asientos azules rumbo a un rectángulo más estrecho que una cabina telefónica. Alcanzada la meta, se ensayan los malabares y las contorsiones. Algunos pasajeros no le atinan al blanco y no es difícil imaginar el resultado de los errores de cálculo. El bus sigue en movimiento y el chiquillo está sollozando. No le gustan los viajes largos.

Menos si el viaje comienza a las 3:00 de la mañana. ¡Qué pecado! Pero todo sea por no gastarse los ahorros de la vida en pasajes de avión. Aunque volando se llega en una hora, aquí estamos. En este bus vienen cheles de distintas nacionalidades, a juzgar por los sonidos que emiten, que unos suenan a francés y otros a italiano; viajan, también, nicaragüenses, salvadoreños y guatemaltecos. Envueltos todos en mantas finas o peludas, suéteres y chales. Sin embargo, ya está aquí la mañana. Y esta es Honduras.

La rutina de rigor: pagar peaje, mostrar dos veces la cédula o el pasaporte, en el caso de los no centroamericanos, y rezar porque eso sea suficiente para pasar la Aduana; pues ya a algunos, en otras ocasiones, nos ha tocado bajar todas y cada una de las maletas a fin de que fueran husmeadas por uniformados. Esta vez nos dejan seguir en paz.

Lo que viene son muchas horas de ver pasar árboles, o terreno árido o un puente con río o un caserío. La pobreza se proyecta en las ventanas y en los minitelevisores del bus, la primera película de la jornada. Como siempre, es un estreno reciente. Aburrida. La mayoría prefiere dormir. Mi papá lee un libro. Mi hermano busca qué mordisquear. Ya se abren las primeras bolsas de frituras. No se come ni se bebe pesado para evitar las incómodas visitas al rectángulo.

Muchas horas después, tal vez seis, quizá mil, dejamos atrás el lempira y llegan los dólares americanos de El Salvador. A estas alturas se empieza a sentir miedo. En noviembre de 2008 asesinaron a 15 nicaragüenses y un holandés que viajaban en bus a Guatemala. No puedo dejar de pensar: ¿Y si nos pasara lo mismo?, ¿y si de pronto aparece un carro y nos desvía del camino? “No, no, eso no pasa así… tranquila”, me anima mi padre con su mejor sonrisa, pero ni él mismo parece estar seguro de lo que dice.

Nada es seguro. Incluso este niño llorón que ahora ríe asomándose a una ventana podría ser víctima de la violencia y el odio de unos desconocidos. Como lo fue la nicaragüense herida el pasado noviembre en un ataque perpetrado contra un bus de transporte internacional, en El Salvador.

A las 9:00 de la noche, al fin Guatemala. La ciudad y un frío de 16 grados centígrados. Con la espalda tiesa, pero ¡lo logramos! Nos reciben parientes a los que no hemos visto en años. Ellos también tienen miedo.

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