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El espejo de Guerrero

Edgard Murillo Hurtado Antonio Vallejos conducía por el camino viejo y contempló la perspectiva del pueblo cuyas calles de tierra le evocaban soleadas tardes y extrañas sensaciones. El pueblo costero se extendía en forma de media luna hasta llegar a la playa y un sentimiento de paz le subía por el estómago cada vez que examinaba sus tejas blancas y las estrechas calles. —Algún día conoceré ese pueblo— se había prometido muchas veces. Quizás de niño había recorrido aquellas empedradas avenidas que resistían el paso de los años con toda la indiferencia del mundo, por ello no se sorprendió al sentir un impulso urgente de bajar de su auto y caminar a sus anchas, con el entusiasmo propio de un turista. Había estado inquieto por varias noches a causa de algunas pesadillas con gente extraña que le hablaba de asuntos incomprensibles y bastante anacrónicos; era crédulo respecto a los sueños, por lo que entendió esa mañana una oportunidad de conocer el paraje que siempre le había seducido. Dejó el auto a la vera del camino y bajó a pasos largos y alegres por la calle principal que desemboca en el centro de la bahía, hacía calor y sobre las calles se agitaban de forma caprichosa y ondulante numerosos mecates finos alineados que sostenían centenares de banderas verdes y amarillas. Alguna fiesta devocional —pensó—, y entró en un establecimiento para mitigar su curiosidad. El lugar, una cantina de ocasión, estaba protegido por palmeras que brindaban suficiente iluminación y frescor, un solitario mesero regaba con esmero el piso cubierto de abundante arena de mar; las mesas de madera se mostraban desnudas y un latón oxidado anunciaba un anticuado afiche donde se alcanzaba apenas a leer la leyenda: Pepsi-Cola, la chispa de la vida. Una vieja rocola y un pequeño espejo sobre un lavamanos otorgaban cierto aire de modernidad a aquel lugar. Entró y tomó asiento en el centro del salón. —Buenos días, señor Guerrero —dijo el mesero. Antonio sonrió ante la confusión y en respuesta pidió una cerveza. Una mesa más allá estaba ocupada y los clientes le sonrieron como si le conocieran. Empezó a inquietarse. La segunda cerveza lo invitó a escuchar música y se posó frente a la rocola; miró con detenimiento el menú de canciones y le gustó la B4; en el momento en que se disponía a oprimir las gruesas teclas empezó a sonar una canción que decía: “Deja que apague en tu boca toda mi sed de besar”... Le asaltó una aparición indefinida en su memoria, la que fue interrumpida por la voz de una mujer que le dijo: —Buenos días señor Guerrero ¡Cuánto tiempo sin verlo! Le devolvió la mirada con un gesto de contrariedad y sacudió la cabeza en señal de hastío: era la segunda vez que le llamaban por ese apellido. La mujer —quizás la cocinera del lugar— se alejó apenada. Antonio programó dos canciones más entre las antiguas del repertorio. Se dirigió al baño y al salir se acercó al lavamanos, tomó agua del chorro y enjugó afanosamente su cara, alzó la vista y al verse en el espejo sufrió un estremecimiento que lo clavó al suelo. Tras la impresión, cerró instintivamente los ojos para comprobar lo que estaba pasando y regresó la vista al vidrio escarchado. Por un instante pensó que otra persona lo miraba, inmediatamente entendió que eran sus propios movimientos, quizás un poco más lentos que los que él hacía en tiempo real. El espejo mostraba a un hombre maduro de piel curtida y ojos llenos de nostalgia. Antonio gritó y junto con el hombre del espejo se llevó las manos a la cabeza; miró a todos lados y el mesero angustiado se preguntaba en voz alta qué le ocurría al señor Guerrero. Salió despavorido; corría y volteaba como si creyera que el señor Guerrero lo perseguía, el terror incrementaba cuando oía los gritos de la gente: —¿Qué le pasa al señor Guerrero? ¡Señor Guerrero, señor Guerrero… ¡oiga! En su desesperación se enterraba las uñas en el rostro y no sentía la barba que llevaba desde los veinte años. ¡Comprobaba con sus propias manos que su cara ya no le pertenecía! Antonio Vallejos apareció muerto unos días después. En el pueblo costero la gente todavía hoy se pregunta por la extraña huida del señor Guerrero después de haberse visto en el espejo de la cantina sin nombre.

Edgard Murillo Hurtado

Antonio Vallejos conducía por el camino viejo y contempló la perspectiva del pueblo cuyas calles de tierra le evocaban soleadas tardes y extrañas sensaciones. El pueblo costero se extendía en forma de media luna hasta llegar a la playa y un sentimiento de paz le subía por el estómago cada vez que examinaba sus tejas blancas y las estrechas calles. —Algún día conoceré ese pueblo— se había prometido muchas veces.

Quizás de niño había recorrido aquellas empedradas avenidas que resistían el paso de los años con toda la indiferencia del mundo, por ello no se sorprendió al sentir un impulso urgente de bajar de su auto y caminar a sus anchas, con el entusiasmo propio de un turista. Había estado inquieto por varias noches a causa de algunas pesadillas con gente extraña que le hablaba de asuntos incomprensibles y bastante anacrónicos; era crédulo respecto a los sueños, por lo que entendió esa mañana una oportunidad de conocer el paraje que siempre le había seducido. Dejó el auto a la vera del camino y bajó a pasos largos y alegres por la calle principal que desemboca en el centro de la bahía, hacía calor y sobre las calles se agitaban de forma caprichosa y ondulante numerosos mecates finos alineados que sostenían centenares de banderas verdes y amarillas.

Alguna fiesta devocional —pensó—, y entró en un establecimiento para mitigar su curiosidad. El lugar, una cantina de ocasión, estaba protegido por palmeras que brindaban suficiente iluminación y frescor, un solitario mesero regaba con esmero el piso cubierto de abundante arena de mar; las mesas de madera se mostraban desnudas y un latón oxidado anunciaba un anticuado afiche donde se alcanzaba apenas a leer la leyenda: Pepsi-Cola, la chispa de la vida. Una vieja rocola y un pequeño espejo sobre un lavamanos otorgaban cierto aire de modernidad a aquel lugar. Entró y tomó asiento en el centro del salón. —Buenos días, señor Guerrero —dijo el mesero. Antonio sonrió ante la confusión y en respuesta pidió una cerveza. Una mesa más allá estaba ocupada y los clientes le sonrieron como si le conocieran. Empezó a inquietarse.

La segunda cerveza lo invitó a escuchar música y se posó frente a la rocola; miró con detenimiento el menú de canciones y le gustó la B4; en el momento en que se disponía a oprimir las gruesas teclas empezó a sonar una canción que decía: “Deja que apague en tu boca toda mi sed de besar”… Le asaltó una aparición indefinida en su memoria, la que fue interrumpida por la voz de una mujer que le dijo: —Buenos días señor Guerrero ¡Cuánto tiempo sin verlo! Le devolvió la mirada con un gesto de contrariedad y sacudió la cabeza en señal de hastío: era la segunda vez que le llamaban por ese apellido. La mujer —quizás la cocinera del lugar— se alejó apenada. Antonio programó dos canciones más entre las antiguas del repertorio.

Se dirigió al baño y al salir se acercó al lavamanos, tomó agua del chorro y enjugó afanosamente su cara, alzó la vista y al verse en el espejo sufrió un estremecimiento que lo clavó al suelo. Tras la impresión, cerró instintivamente los ojos para comprobar lo que estaba pasando y regresó la vista al vidrio escarchado. Por un instante pensó que otra persona lo miraba, inmediatamente entendió que eran sus propios movimientos, quizás un poco más lentos que los que él hacía en tiempo real. El espejo mostraba a un hombre maduro de piel curtida y ojos llenos de nostalgia. Antonio gritó y junto con el hombre del espejo se llevó las manos a la cabeza; miró a todos lados y el mesero angustiado se preguntaba en voz alta qué le ocurría al señor Guerrero. Salió despavorido; corría y volteaba como si creyera que el señor Guerrero lo perseguía, el terror incrementaba cuando oía los gritos de la gente: —¿Qué le pasa al señor Guerrero? ¡Señor Guerrero, señor Guerrero… ¡oiga! En su desesperación se enterraba las uñas en el rostro y no sentía la barba que llevaba desde los veinte años. ¡Comprobaba con sus propias manos que su cara ya no le pertenecía! Antonio Vallejos apareció muerto unos días después. En el pueblo costero la gente todavía hoy se pregunta por la extraña huida del señor Guerrero después de haberse visto en el espejo de la cantina sin nombre.

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