Qué elegantes, con picos naranjas, las garcetas blancas, cada una como un aguamanir de airado paso, los gruesos olivos, cedros que consuelan el rugir de un arroyo torrencial en el tiempo de las lluvias; en esa paz, más allá de penas y anhelos, la que acaso un día pueda alcanzar, cuyas palmeras se encorvan como un palanquín al sol con sombras tigresas a sus pies. Allí estarán, después de que a mi sombra la releguen a un denso matorral verde de olvido, cargada de pecados, al salir y ponerse cien soles en el valle de Santa Cruz, cuando en vano amé”.
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