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Los ídolos de la lucha libre

El espectáculo ya empezó. Al entrar, allá, en el cuadrilátero, se observan dos hombres enmascarados haciendo piruetas. Uno se hace llamar “Virus” y el otro “Titán”. Dan vueltas en el aire, se tiran patadas, caen sobre la lona, se levantan con rapidez, saltan fuera del ring. Parece un videojuego. El público grita, aplaude, brinca.

Por: Dora Luz Romero

El espectáculo ya empezó. Al entrar, allá, en el cuadrilátero, se observan dos hombres enmascarados haciendo piruetas. Uno se hace llamar “Virus” y el otro “Titán”. Dan vueltas en el aire, se tiran patadas, caen sobre la lona, se levantan con rapidez, saltan fuera del ring. Parece un videojuego. El público grita, aplaude, brinca.

—¡Pártele los huevooos! —se escucha desde las graderías.

El público grita más. Se carcajea. Tira insultos.

De lucha libre sé muy poco, he de decirlo, pero hoy estoy ahí frente a dos hombres musculosos que llevan máscara puesta, cuyos cuerpos lucen brillosos y que luchan en el ring. Hoy estoy en el Arena México, en el DF, en esa que llaman la Catedral de la lucha libre mexicana y que fue inaugurada en 1956.

De prisa. El luchador llamado “Virus”, sube a las cuerdas, en la esquina del cuadrilátero. Abre sus brazos, se prepara para saltar. Desde abajo, su contrincante lo observa, se sacude el pelo y lanza un grito.

—Aaaaaaaaaaaaaaaaa.

No se mueve. Espera que su enemigo le caiga encima, le abre los brazos y ambos caen sobre la lona. Inmediatamente se levantan. Siguen las patadas voladoras. Los saltos. Las llaves.

Después de tres caídas el réferi levanta la mano del ganador. Algunos aplauden, otros tiran los famosos “no mames”, “tu madre”, “pinche güey”. Los luchadores salen como estrellas, saludan a los fanáticos, cargan niños que llevan sus máscaras, se toman fotos, se retiran.

En las graderías hay hombres y mujeres de todas las edades. Llevan máscaras, capas, cabelleras de su luchador predilecto. En sus asientos disfrutan de una torta, unas palomitas o de una cerveza.

Es hora de la lucha estelar.

—Bluuuuue Panther —anuncian.

Un hombre recio, de unos cincuenta años y de cabello canoso sale al escenario en medio de una nube de humo azul. Camina al son de “soy el jefe de jefes señores…”. El hombre es malencarado. Baja las gradas, mira de un lado hacia otro y señala al público. Da la mano a algunos de sus fanáticos y entra al ring. Recibe aplausos, pero también improperios.

—Bájate de ahí abuelo —le dicen.

Sus compañeros de lucha son: “Diamante Azul” y “Máscara Dorada”. Ellos son del bando de “los técnicos”, conocidos por su estilo limpio al luchar. Luego presentan al equipo enemigo, “los rudos”, famosos por hacer trampas y jugar sucio. Sale “Volador Jr.”, “Dragón Rojo” y “Último Guerrero”. Y ahí están todos, junto con el réferi, en el cuadrilátero, listos para la batalla.

Los tres “rudos” corren, pegan su espalda contra las cuerdas y salen como resortes a pegar justo frente a los “técnicos”. Saltan, caen, se levantan, tiran una patada y vuelven a caer. Lo hacen todo al mismo tiempo. Se escuchan gritos, palmadas y también se ven guiñones de pelo.

Blue Panther salta. “Dragón Rojo” hace como que le pega, pero ni siquiera lo roza. Dos vueltas y una caída de Blue Panther. Dos vueltas y una caída de “Dragón Rojo”. Chocan entre sí, como sincronizados, caen y ahí, revolcados, “Dragón Rojo” le hace una llave que no lo deja moverse. El juez cuenta. Uno, y pega la mano en la lona. Dos, y vuelve a pegar la mano en la lona. Tre-e-es. Y como si se tratara de una cámara lenta, la mano no llega hasta la lona, se detiene unos cuatro centímetros antes, y “Blue Panther” logra escaparse.

Se le echa encima a “Dragón Rojo” como tratando de quitarle la máscara.

—Oooooooh —se escucha una voz uniforme. Quitarle la máscara a un luchador, dicen los conocedores, es lo más humillante.

Lo simulan todo el tiempo, al menos una vez en cada lucha y la reacción del público siempre es de sorpresa.

—Dicen que la mitad es real y la otra mitad improvisación —cuenta uno de los del público.

Antes de estar aquí, sentada en las graderías, había visto lucha libre un par de veces por televisión. Siempre me pareció demasiado falsa, armada, exagerada. Aquí, en el Arena, en vivo, se ve más falsa aún. Se siente ese sabor que da una obra de teatro. Al final ¡qué importa! La lucha libre en México va más allá del ring, es una cuestión cultural. Se trata de hombres que viven de ese deporte-espectáculo, que tras esa máscara mítica mantienen a sus familias. Hombres que para muchos son héroes de carne y hueso, estrellas, ídolos. Hombres que se han convertido en leyendas.

Aunque de lo único que tengo garantía es que ir al Arena México le asegurará dos horas de carcajadas, por casi diez dólares.

La Prensa Domingo enmascarados espectáculo lucha libre archivo

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