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La líder de la manada

La primera en salir a la puerta es “Colita”. Siempre “Colita”. Le hace falta una pata y ladra bajito, como si le hubieran instalado en la garganta un aparato silenciador. Pero es la más carismática de los 22 perros que viven con doña Margarita Flores. Y como casi todos sus hermanos de crianza tiene una historia triste.

Por Amalia del Cid

La primera en salir a la puerta es “Colita”. Siempre “Colita”. Le hace falta una pata y ladra bajito, como si le hubieran instalado en la garganta un aparato silenciador. Pero es la más carismática de los 22 perros que viven con doña Margarita Flores. Y como casi todos sus hermanos de crianza tiene una historia triste.

A ella la abandonaron en un basurero. Hará ya cinco años. Tenía una patita destrozada y el cuello herido y agusanado. Era un costalito de huesos. Así la encontró doña Margarita una mañana de esas en las que salía a vender pan por las calles de la ciudad de Diriamba. A fin de acortar camino se cruzó por la quebrada y vio que algo se movía. Intentó, sin éxito, hacerle comer un pedacito de pan. Después la llevó al puesto del veterinario del mercado. Y desde entonces “Colita” ya no pasa hambre ni frío.

A consecuencia de la herida que sufrió en el cuello, la perrita ronca por las noches y sus latidos son casi un mimo. Pero ahora tiene cama y sábana. Duerme en una de las 10 habitaciones perrunas que su ama ha mandado a construir. Y en sus ratos de ocio, o sea casi todo el día, comparte la sala con “Loba” y “Shaila”, que por ser veteranas son las más mimadas de la familia.

Llegaron hace unos doce años, cuando doña Margarita creía que ya no adoptaría más perros, porque a duras penas le alcanzaba plata para alimentar a “Rocky”, “Bobby”, “Manchita”, “Molly” y “Duquesa”. Pero el pelaje amarillento de “Shaila” (que ahora es gris) daba lástima y “Loba” rondó la casa por una semana, asomando a veces el hocico por el portón principal, hasta que la dejaron pasar.

Durante mucho tiempo, “Loba” compartió cama con Marcela, la mayor de las dos hijas de doña Margarita, en un idilio feliz. Hasta que un día, hace dos años, la muchacha se descubrió una ronchita en el seno derecho. Los doctores le dijeron que tenía anemia y durante doce meses confió en ese diagnóstico. Sin embargo, la roncha evolucionó a granito. Y el grano la llevó a la verdad: comenzaba su lucha contra el cáncer de mamas.

Perros terapeutas

Marcela Bonilla tiene 28 años. Ya lleva dos operaciones y 22 quimioterapias. Le faltan cuatro sesiones. Dejó de trabajar y pasa todo el día en casa. No obstante, incluso en estas circunstancias, le quedan 22 motivos para estar contenta. “Ellos son mi terapia. Me dan alegría”, dice la joven, que guarda fotos de cada uno de los perros que han pasado por este santuario. En esta, “Bobby”, el primer perro adoptado, descansa junto con la máquina de coser de doña Margarita; y en aquella, “Loba” está sentada a la mesa esperando que alguien corte una torta de cumpleaños.

Sin proponérselo, estos amigos orejudos son sus terapeutas. Y le van llenando la alcancía de la vida con pequeños detalles. Interactuar con animalitos ofrece bienestar y ayuda en el proceso de recuperación de las personas. Quizá Marcela no lo sepa, pero este método ya es aplicado en hospitales de otros países, como Guatemala, donde existe la Fundación Mascotas Terapeutas.

En un hospital, donde la vida y la muerte siempre están lanzando monedas al aire, se deprime el más optimista. Y lo que mantiene animadas a doña Margarita y sus hijas es platicar acerca de sus perros, recordar, por ejemplo, la última gracia de “Ñoñi” o las piruetas de “Mono”.

Existe un vínculo de hierro entre los perros y estas mujeres. Cada vez que Marcela sufre una recaída, la casa se pone triste. No se escuchan latidos ni hay batir de colas. Solo se ven cabecitas cabizbajas. Y tal vez, solo tal vez, en esas ocasiones en el vecindario dejen de opinar que doña Margarita y sus hijas, Marcela y Carmen, son “las locas” del barrio.

Crianza cara

Por esta casa, situada en el barrio La Cruz de San Pedro, en Diriamba, han pasado al menos 40 perros en los últimos 17 años. A todos los ha mantenido doña Margarita, antes vendiendo pan y nacatamales, ahora ofreciendo ropa y los mosquiteros que elabora en su máquina de coser.

Ellos son siempre los primeros en comer. En una semana fácilmente engullen 20 libras de concentrado para perros y 100 bollos de pan. Además, cada 21 días necesitan otro saco de arroz y un nuevo cargamento de hígado de pollo y pellejo de pescado. También comen avena. Y no se saltan ni un tiempo, están acostumbrados a desayuno, almuerzo y cena.

Entre los perros, los tratamientos de Marcela y salir a vender ropa, a doña Margarita se le hace chiquito el día. Se levanta a las 4:00 de la mañana para levantar las “ofrendas” de sus animalitos y dar la primera barrida de la jornada. Debe sacudir la casa al menos tres veces al día y ni así logra eliminar el fino manto peludo que todo el tiempo cubre los ladrillos rojos.

Después reparte el desayuno. Va recorriendo los cuartos en los que ya mueven la cola grandes y pequeños. Todos la esperan. Desde la “Chela”, una criatura blanquísima a la que hace años se le apagaron los ojos, hasta el “Negro”, un cachorro más oscuro que una noche sin Luna.

Doña Margarita los llama uno a uno, afinando la voz, como lo hacen las madres cuando le hablan a sus bebés:

—¿Dónde está mi “Ñuñis”? ¿Qué se hizo mi “Muñeca”? ¿Parche? ¿Colita? Traeme al “Mono”— le indica a Marcela.

Suena una alegre orquesta de latidos, jadeos y gruñidos.

La líder

Doña Margarita Flores tiene 52 años. Es viuda. Su sueño era ser enfermera, pero llegó hasta sexto grado de primaria. Crió sola a sus dos hijas y, sin embargo, les dio universidad. Marcela es licenciada en Administración de Empresas y Carmen, de 24 años, está por graduarse como ingeniera química. Del dinero que consiguen, ambas aportan para la alimentación de los perros. Crecieron entre ellas.

Doña Margarita, en cambio, no tuvo un amigo peludo en su niñez. Su mamá enviudó y se hizo cargo de cinco hijos. No había dinero para mantener a una mascota.

“Cuando salía a vender pan o tortillas, allí andaba tocando perro ajeno. En ese tiempo no había tantos como se ven ahora. ¡Pero ahora soy rica, porque son míos y les puedo dar techo!”, exclama la señora mientras le da un abrazo apretado a la “Loba”.

¿Qué será lo que me pasa que tengo tantos perros?, se pregunta a sí misma.

“En el vecindario nos ven como locas”, comenta Marcela. “Y nosotras también pensábamos que éramos locas hasta que instalamos el cable y vimos Animal Planet”. En ese canal televisivo aparecen historias de personas acumuladoras de animales, que llenan sus casas con perros y gatos.

No obstante, para doña Margarita su colección de peludos compañeros se resume en amor. “¿Qué va a ser de ellos cuando yo me vaya de esta tierra?”, se lamenta, sentada en su pulcra sala y rodeada de perros.

“Los animales son una gran responsabilidad. Tener un perro es como tener un hijo”, reflexiona.

Fidelidad

“Bobby” era una mascota de familia. De esas a las que nunca les ha faltado comida. Llevó una existencia cómoda hasta que sus amos se divorciaron. Fue entonces que exmarido y perro fueron echados de la casa y el segundo terminó en el porche de doña Margarita. De esa forma fortuita se inauguró el hogar que ha dado techo, alimento y amor a tantos perros de la calle.

De los 22 actuales, once son adoptados y once nacieron en la casa. Sus madres llegaron preñadas.

Al menos quince están sepultados en el cementerio del albergue. Entre ellos “Bobby”, que murió de viejo, hace doce años, y “Rocky”, un dulce doberman que se sacrificó por salvar la vida de su ama.

Una noche de hace muchos años un ladrón entró a la casa por el corredor lateral. Doña Margarita escuchó ruidos y salió a inspeccionar, “Lasy” la acompañaba y fue la primera en atacar al intruso; pero fue “Rocky” el que con un certero mordisco evitó que su protectora recibiera un golpe.

“El ladrón se fue, pero me advirtió que se iba a desquitar”, recuerda ella, con los ojos aguados.

Poco después, la mañana de un 15 de septiembre, “Rocky” salió a ver pasar el desfile de bandas y palillonas. Regresó triste. Ya no volvió a comer y murió a eso de las 7:00 de la noche.

Lo lloraron como se llora a un pariente cercano. Aunque, hay que decirlo, su muerte no fue tan ceremoniosa como la de “Bobby”.

El primer perro adoptado, el que murió de viejo, partió de este mundo a las 4:00 de la madrugada y eran tan fuertes los lamentos de doña Margarita y sus hijas, que los vecinos llegaron a averiguar qué pasaba.

Se preparó café y esa mañana hubo una vela que todos en el vecindario recuerdan.

Puro corazón

Entre los perros de doña Margarita hay varios operados y todos reciben consulta veterinaria semanalmente. El doctor Boanerge Baltodano no cobra por sus chequeos.

Tampoco lo hizo José Luis Aguirre, otro veterinario, cuando le practicó una cirugía a la “Chela” para extirparle un tumor.

Pero no todas las personas aman así a los animales. En temporada de pólvora la casa de “la señora de los perros” se vuelve blanco de triqui traques y bombas. En esos días “Colita” se la pasa asustada, ya que, como se ha comprobado en diversos estudios, el sonido de las explosiones causa estrés en las mascotas, sobre todo en perros y gatos. Así que deberá disculpársele si decide olvidar sus buenos modales y no sale a saludar.

Se quedará debajo de alguna silla. Protegida y segura. Después de todo, nada le falta en esta familia. Tiene techo y amor. Además, queda probado que donde comen tres, pueden comer 22.

La Prensa Domingo Líder manada archivo

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