James Campbell
Rotular con mi nombre los libros era una práctica que aprendí de niño pensando que evitaría el robo y, después, lo hacía solo con los libros de texto que les compraba a mis hijos. Ahora me limito a escribir mi nombre en la portada.
Comprarles los libros de texto a mis hijos fue siempre prioridad, aunque no siempre lo logré. Y enseñarles a compartirlos aún a riesgo de pérdida ha sido una práctica cotidiana.
Mientras mi familia fue la típica familia nuclear, la casa era la biblioteca de la comunidad. A ella iban “amantes obligados” en busca de libros de texto específicos o en busca de un tema, cuya respuesta generalmente se encontraba en algún tomo de las enciclopedias existentes.
Pero nunca fue una “cárcel” tradicional. El o los libros no se consultaban en casa. Marchaban con permiso a la casa del usuario. Y como buen cumplidor del adagio ¡en casa de herrero, cuchillo de palo!, tampoco había control del préstamo. Este se daba apelando a la confianza entre vecinos.
Hace poco, en el recuento que hice para donar los libros de texto, enciclopedias y otros libros que ya no se ocupan en casa, salta a la vista la falta de un tomo de la enciclopedia juvenil, la más usada por mi hija menor, Lucila, y sus colegas en el barrio.
Ahora, lo que no he donado, circula entre esos amantes ansiosos, lectores de verdad, que aprecian lo poco que tengo. También presto, con el beneplácito de amigas y amigos, lo que estos me prestan porque al igual que yo saben de lo importante y necesario de la lectura.
Entre los vecinos
Por ello, la circulación de libros entre vecinos y amigos de las redes sociales que se entretejen en el diario vivir, debe ser una estrategia para acceder a libros, una estrategia de lectura.
Suele ocurrir en las universidades y en los centros de trabajo, pero muy poco en la vecindad, donde se practica otro tipo de préstamo, otro tipo de intercambio más relacionado con el subsistir que con el vivir integralmente.
Mi hijo menor, David, se ha iniciado con buen suceso en esta lógica con sus amigos, así que siempre tenemos alguno que otro libro nuevo que disfrutar.
Los dueños de libros deben ser menos recelosos ante el préstamo de sus preciados tesoros. No niego que es real la posibilidad de que alguno acabe en el pulguero de libros del Huembes y otro lugar.
También es real la satisfacción que se siente de haber prestado un libro, al menos una vez en la vida, a algún colega, a un vecino.
Yo seguiré haciéndolo y espero no perder la confianza de esas y esos amigos que me prestan los suyos, aunque el préstamo se prolongue por unos días, unas semanas, unos meses.
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