Edgard Rodríguez
Somos el resultado de nues tras propias decisiones. Por eso, aunque le busquemos la vuelta a la exclusión de Michele Richardson de la delegación nicaragüense en los Juegos Olímpicos de Los Ángeles en 1984, sabemos que se trató de un error, que no muestra sino nuestra pequeñez y mezquindad humana.
Ahora, nadie garantizaba que Michele ganaría la medalla con Nicaragua, pero esa posibilidad le fue arrebatada a nuestro país por dirigentes que sin perspectiva alguna, intentaron hacer prevalecer “principios” que ellos mismos se encargaron de distorsionar después.
Y quizá lo trágico, es que probablemente nunca tengamos una medalla. Esa palabra, nunca, me desagrada, porque le pone límite a nuestras metas e ilusiones, pero he comenzado a tolerarla tras revisar la exorbitante inversión que hacen los países desarrollados, para tener una medalla en estos juegos.
Un reciente estudio de la universidad Carlos III de Madrid, España, en el que se recurre a variables como la Economía del Deporte, factores políticos y demográficos, señalan que construir un medallista olímpico requiere de una inversión de 40 millones de euros, unos 49.19 millones de dólares.
Y la parte inicial, implica establecer un sistema de selección e identificación del talento en edades tempranas, para después invertir en alimentación, alojamiento, salud, educación, fogueo internacional, infraestructura, transporte y otra serie de gastos serios. En fin, un sinnúmero de rubros que apagan cualquier ilusión.
De modo que sin recursos, no queda de otra que seguir viendo el éxito de los países ricos, y de algunas excepciones como el caso de Cuba. Lo demás es pura palabrería.
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