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En los Pueblos Brujos

Un día tranquilo se respira en un pequeño pueblo de Nicaragua. Son las 10 de la mañana y el parque de Diriomo luce en paz. Rodeado por caponeras, listas para turistas. En sus calles no molesta el tráfico y no hay ruidos que despierten a quien decida levantarse tarde. Es martes y dicen que así también son los miércoles, jueves e incluso los fines de semana.

Por: Róger Almanza

Un día tranquilo se respira en un pequeño pueblo de Nicaragua. Son las 10 de la mañana y el parque de Diriomo luce en paz. Rodeado por caponeras, listas para turistas. En sus calles no molesta el tráfico y no hay ruidos que despierten a quien decida levantarse tarde. Es martes y dicen que así también son los miércoles, jueves e incluso los fines de semana.

El llamado pueblo brujo esconde historias mágicas de estas personas cuyos nombres apuntaron infinitas anécdotas, de hombres con sapos en la panza o mujeres que se volvían locas o transformaban la indiferencia de un hombre en un amor hasta la muerte. Todos eran casos tratados por brujos de este pueblo, uno de los llamados Pueblos Blancos de Nicaragua.

La cabellera blanca de 80 años que porta doña Blanca Teresa Chávez es sinónimo de recuerdos en este pueblo. Ella dice que brujos ya no hay y que ni curanderos han quedado. “Antes eran muchos y hasta respetados, ahora los brujos buenos ya murieron”, asegura la dulce viejita, mientras alista un canasto con nancites, sentada en el redondel de concreto que rodea un frondoso árbol de mangos.

Un apellido aún suena en el pueblo. “Castellón” y doña Blanca lo recuerda bien. “Era buen brujo”, dice, mientras recoge su canasto y se aparta a paso lento, temerosa de tantas preguntas que apunten dónde están los brujos de Diriomo.

Los caponeros están pendientes del extraño que llega al parque. Al parecer es común que un nuevo rostro busca una sola cosa, brujería. Y para qué negarlo, en esas ando.

Con sus casi siete décadas de vida, don Luis Morales es incrédulo de pócimas, remedios o embrujos, incluso, asegura que el diriomeño de cepa no anda creyendo en esto, pero sí recuerda los famosos de aquella época. “Las palomitas”, así las llamaban, eran las mujeres de una familia, todas practicaban la magia negra, dice don Luis. “De ellas solo hay una supuesta heredera en el pueblo, la Andrea Peña”, susurra.

Ya los caponeros están haciendo señas para ofrecer su servicio. Cada uno le lleva donde los brujos o hechiceros, curanderos o, para muchos, charlatanes. Dicen que por cada cliente que lleven reciben una comisión, de acuerdo con el costo del “trabajito” que el brujo le haga al cliente.

Ahí estoy, en un pequeño cuarto de cuya privacidad se encarga una cortina roja, de esas telas viejas y desteñidas. Un cuarto sin pintura nueva, de techo alto y cierto aire de santuario. Imágenes de vírgenes y pequeñas estatuas de santos rodean el lugar. Un escalofrío recorre mis huesos, quizá sea algo de temor en lo que creo que no creo.

Llegué porque la mala suerte ha caído en mi vida, le dije a la señora que me recibe sentada al otro lado de un escritorio lleno de libros, folletos y a la vista un periódico viejo enmarcado. Es un artículo de 1995, de La Barricada, al parecer la señora que me atiende es famosa.

“Ya sabía que venías por mala suerte”, dijo la mujer. Está vestida con un camisón, desgreñada y con cara de recién levantada, con verdadero aspecto de la bruja que me describían de niño.

Ese olor dulce que no es perfume ni aromatizante artificial se mete en mi nariz y no me deja tranquilo. Lo desprende una flor amarilla ofrendada a una de las tantas vírgenes que me observan durante la consulta.

Al parecer tengo tanta mala suerte que la bruja tiene que leerme la mano para darse cuenta quién me ha hecho el mal. “Estás a punto de perder tu trabajo y que tus padres se divorcien”, me dice la mujer como si fuese noticia. Hace diez minutos se lo había dicho.

¡Bingo! La despeinada y extraña mujer me dice que está viendo a la persona que me echó una “suciedad” en mi casa. Se trata de una vecina: “Mirá, tu casa está aquí y la casa de quien te hizo el mal está, ahí, ahí, sí por ahí”, me dice la bruja mientras dibuja un mapa con su dedo índice en el aire y yo me descuartizo la vista tratando de ver algo en la palma de mi mano.

¿Has sentido olores, ruidos, sustos, sombras, dolores de cabeza, sensación rara en el estómago…? A todo digo no… La mujer sube sus cejas y sigue viendo no sé qué en la palma de mi mano derecha. No quiero echar a perder la consulta y otro invento viene a mi mente. “Un puñado de tierra apareció en la entrada de mi casa”, le invento. La mujer abre los ojos con una expresión de susto y me indica que es peor de lo que pensaba. “Era tierra clara y gruesa verdad”, dice la mujer. “¡No! Era tierra negra y bastante fina”, le digo, y continúa con su circo. “Sí, sí, sí, claro es tierra de muerto”, me dice.

Pobre vecina, ahora le toca a ella recibir el “contra”, así le llaman al remedio que me dará la bruja y que hará pagar a la mala vecina que ni siquiera conozco. El “trabajito” tiene un módico precio de siete mil córdobas y al parecer estoy de suerte porque incluye la limpia que necesito para que mi jefe no me corra.

Con los siete mil córdobas aseguro también que mis padres no se divorcien este año. De haberlo sabido, la visitaba hace 20 años que es el tiempo que mis padres llevan separados.

Baños de ajo y de limón con un puño de azufre y otros ingredientes son los que la mujer preparará para la limpia de mi casa, donde vivo solo, pero que según la bruja vivo con mis padres y mis hermanos.

Y yo que buscaba emoción y la bruja no pegó ni una.

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