Son las 4:00 de la mañana y no tengo sueño. Estoy sentado en una banca de cemento cerca del estacionamiento del Hospital Bloom en San Salvador. En la portada del periódico de hoy resaltan la muerte de quince personas en hechos violentos. Cinco jóvenes de entre 20 y 14 años fueron sacados de sus casas. Los mataron a disparos cerca de un cerro.
Debe ser el cerro que estos días veo cuando entro y salgo de la capital salvadoreña. El primer día que vi el cerro, comenté: “¡Qué hermoso ese cerro!”. —“Bonito, pero peligroso porque ahí las pandillas llegan a tirar a sus víctimas”, me respondieron. Al día siguiente el cerro me pareció igual de hermoso, pero solo lo quedé viendo en silencio.
Sigo leyendo: Una pareja fue asesinada en su casa después que dos ladrones ingresaron a robar. Los señores estaban jubilados. Los ladrones exigieron dinero, pero ellos solo tenían algunas joyas. Cuando los ladrones descubrieron el automóvil en el garaje, pidieron las llaves y todo se salió de control. El vehículo quedó ahí, pero al lado quedó también la pareja de ancianos.
El segundo día quise recorrer a pie la capital. Me dijeron que estaba loco y debí conformarme con conocer San Salvador detrás de los vidrios de un vehículo. Llegamos a una rotonda. Un payaso nos hizo señas para que nos detuviéramos. Yo creí que se trataba de un acto callejero para pedir dinero, pero el payaso, muy serio, hizo sonar su silbato y levantó las palmas de sus manos. Todos los conductores se detuvieron. El payaso cedió el paso a los vehículos de la otra vía. Luego seguimos nuestro camino. El payaso no pidió dinero.
Sigo leyendo: Un joven fue asesinado de cinco tiros a cien metros de una estación de la Policía en Santa Tecla. Familiares y amigos dicen que estudiaba ingeniería. La Policía cree que estaba aliado con las pandillas.
Por la calle lateral del hospital pasa un vehículo a baja velocidad. Es una patrulla policial. Cuando se apaga el ruido del motor, escucho el eco de tacones. Vuelvo a ver. Es un muchacho de falda corta, una camisa descotada, una cartera dorada y un andar elegante. A los pocos segundos se acerca un motociclista y su acompañante. El muchacho de tacones les hace de señas que se detengan. El conductor de la motocicleta se detiene. El pasajero se baja, se quita el casco, conversa con el hombre de tacones y se pierden en la oscuridad. El conductor de la motocicleta apaga la luz, pero no el motor que ronronea desvelado. La patrulla policial regresa. El motociclista se esconde detrás de un árbol. Tras desaparecer la patrulla en la otra esquina, escucho de nuevo los tacones, pero esta vez los pasos son rápidos. Escucho los gritos. El acompañante del motociclista corre con el bolso del hombre de tacones. El motociclista enciende la luz, avanza y el acompañante, de un salto, cae sembrado en la motocicleta y se van. El hombre de tacones los sigue unos metros, pero se da cuenta que es caso perdido. La patrulla policial vuelve a pasar.
Yo sigo leyendo el periódico.
El autor es periodista y escritor.
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