El resultado electoral que arrojó el Consejo Supremo Electoral el 5 de noviembre, sin que probablemente se hayan molestado en contar los votos de los nicaragüenses, completa el primer período del régimen orteguista en el que la pareja presidencial ha instalado un régimen absolutista de corte fascista y ha matado a la República.
Esa es la tesis del libro que presentaré el próximo miércoles Muerte de una República , que recoge el período del gobierno de Daniel Ortega —el orteguismo— y que el análisis establece que comienza en 2006 y culmina con estas elecciones municipales.
Lo que comenzaremos a vivir a partir de ahora es una segunda etapa del orteguismo en que se van a legalizar los abusos que hemos sufrido durante todo este tiempo con las mayorías que se han adjudicado en la Asamblea Nacional y en los municipios, y con el control total de las instituciones que por definición deberían ser las garantes del balance republicano.
A muchas personas les ha asombrado el título del libro, algunos no creen que hayamos llegado al punto de declarar muerta a la República, otros consideran que si ya murió no hay nada más que hacer. Y otros creen que acá nunca ha habido tal sistema de gobierno.
Si por República entendemos, como lo hacía John Locke, que es un sistema de gobierno fundado en la división de poderes y basa las relaciones de los ciudadanos con la Ley y los considera a todos por igual ante la misma; donde las leyes controlan al poder y hacen que su transferencia se haga por el sufragio universal, para evitar así la tentación del poder absoluto y el establecimiento de una tiranía, entonces en efecto esta República está muerta.
La verdad es que lo que hemos presenciado en estos últimos seis años es el lento proceso de muerte de la segunda República, una República en Nicaragua, que nunca fue saludable o vigorosa, pero más allá de entrar a explicar eso, lo importante que quiero recalcar es que las repúblicas nacen y mueren. A los franceses, por ejemplo, les tomó cinco repúblicas llegar a donde están. La primera les duró escasamente tres años y la quinta lleva ya 54 años y sigue firme.
Por lo tanto la muerte de una República es en efecto un hecho preocupante, sin embargo no es definitivo. En realidad, en cuanto muere una inicia un proceso lento, casi siempre invisible e imperceptible, de gestación de la siguiente. Lo trágico es que el nacimiento se da generalmente en un evento violento y sangriento y eso se debe en gran parte a que por mucho tiempo las sociedades pasan por un período de negación, muchos lo están viviendo actualmente y esto lo que hace es que los regímenes dictatoriales se fortalezcan antes de que la gente se dé cuenta que no puede vivir bajo los mismos.
Otra tragedia es que el nacimiento de la siguiente República de ninguna manera garantiza su supervivencia, a menos que la sociedad cuente con un elemento esencial: que el habitante, el poblador se convierta en ciudadano. Es más, si la sociedad encuentra la manera de crear ciudadanía antes del estallido de la violencia, el cambio puede ser menos traumático y sangriento.
El ciudadano además es el que garantiza la longevidad del sistema republicano porque un individuo que se reconoce como ciudadano sabe que tiene derechos, sabe que puede y debe reclamar por los mismos, sabe que esos reclamos no tienen que llegar a la violencia y al derramamiento de sangre si la presión es lo suficientemente amplia, constante y fuerte. Pero el ciudadano también sabe que tiene deberes para con la sociedad y para con sus conciudadanos. Todo esto hace que cada ciudadano, ya no un simple poblador de un territorio, se convierta en el garante de la institucionalidad democrática.
Es por eso que la causa de la muerte de una República es un hecho triste y doloroso que nos inicia como individuos y como sociedad en un oscuro camino de represión, sin embargo, esa tragedia también es la oportunidad de darnos cuenta que solo construyendo ciudadanía, conciencia ciudadana en otras palabras, podemos hacer renacer el sistema republicano y darle permanencia.
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