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El progreso tecnológico, la transición demográfica y el crecimiento económico

El crecimiento económico, que en la actualidad nos parece el estado normal de las cosas, en realidad es un fenómeno que tiene un origen histórico reciente. En los siglos que precedieron a la revolución industrial el ingreso promedio por persona era mantenido a niveles de sobrevivencia porque los magros incrementos en la producción eran contrarrestados por incrementos compensatorios en la población.

Adolfo Acevedo Vogl(*)

El crecimiento económico, que en la actualidad nos parece el estado normal de las cosas, en realidad es un fenómeno que tiene un origen histórico reciente. En los siglos que precedieron a la revolución industrial el ingreso promedio por persona era mantenido a niveles de sobrevivencia porque los magros incrementos en la producción eran contrarrestados por incrementos compensatorios en la población.

Pero no solo los niveles de ingreso per cápita eran muy bajos, sino que las diferencias en los niveles de ingreso por habitante de las diversas regiones del mundo todavía estaban lejos de alcanzar los niveles actuales. La era del crecimiento económico sostenido solo se inicia con la revolución industrial que se produce en los países hoy desarrollados, iniciando en Inglaterra, en el siglo XIX.

A partir de entonces, y sobre la base de las diferencias acumulativas generadas por las distintas tasas de crecimiento del PIB per cápita, se originan las grandes brechas y desigualdades en los niveles de ingreso por habitante entre las diversas regiones del mundo, que se continúan reproduciendo y ampliando hasta hoy.

Solo pocos países, a lo largo del siglo XX y lo que va del XXI —Japón, los denominados “tigres” asiáticos y posteriormente China— han logrado reducir e incluso en algunos casos remontar dichas brechas.

El crecimiento de la población también era muy limitado en los siglos que precedieron a la revolución industrial. Las tasas de natalidad eran altas, pero las tasas de mortalidad infantil y general también lo eran, de manera que la esperanza de vida al nacer raramente superaba los treinta años.

La eficiencia reproductiva era escasa, porque la mayoría de los nacidos morían antes de llegar a edades adultas. Aunque el potencial reproductivo humano es elevado (un promedio de 12 hijos por mujer), esa altísima mortalidad obligaba a usar ese potencial de fecundidad solo para mantener la población.

A finales del siglo XVIII, las cosas empezaron a cambiar en algunos lugares de Europa. Por diversos motivos, la elevada mortalidad, típica de la historia humana anterior empezó a disminuir. Comenzó a acelerarse el crecimiento demográfico. Las pirámides de población rejuvenecieron más, al ser la mortalidad infantil la primera en reducirse.

Solo a finales del siglo XIX e inicios del XX, cuando el ingreso per cápita había mejorado y las propias exigencias del progreso tecnológico demandaron la mejoría en los niveles promedio de educación, reaccionaron los comportamientos reproductivos de la siguiente generación. La fecundidad inició entonces el descenso que ha conducido hasta las bajas tasas actuales, y la tasa de crecimiento demográfico volvió a ceder.

El crecimiento sostenido del PIB per cápita surge de la conjugación de estos dos procesos.

Por una parte, la sistemática incorporación del progreso tecnológico permite incrementos continuos en el producto social global. Por otra parte, la disminución en las tasas de fecundidad hace posible que dichos incrementos no sean absorbidos en su mayor parte por el aumento de la población, sino que se traduzcan principalmente en el crecimiento sistemático del producto por habitante.

Los países hoy desarrollados comenzaron a experimentar el crecimiento del PIB per cápita a lo largo del siglo XIX, debido a que el progreso tecnológico y el cambio estructural asociados a la revolución industrial significaron un impulso al crecimiento en la productividad, que por primera vez permitió que el producto creciera por encima del crecimiento demográfico.

Pero el verdadero impulso al desarrollo de estos países provino del hecho de que, al incrementarse los niveles de ingreso per cápita y los niveles promedio de dotación de capital humano de la población, las tasas de fecundidad comenzaron a descender, de manera que los incrementos sostenidos en los niveles de producción pudieron trasladarse finalmente, de manera mucho más plena, al crecimiento del PIB per cápita.

En otros términos, el impulso al desarrollo en estos países se derivó del hecho de que aprovecharon al máximo la ventana de oportunidad representada por el bono demográfico, que en estos países en promedio tuvo una duración más prolongada que la que está teniendo en los países en desarrollo.

Los pocos países que solo posteriormente, en el siglo XX y lo que va del XXI, lograron remontar y reducir la brecha que los separaba de los países desarrollados, lograron articular también los descensos en la fecundidad, hechos posibles esta vez por la mejoría en los niveles educativos y por la importación de técnicas de control de la natalidad de bajo costo, y el despliegue subsecuente del bono demográfico, con incrementos sostenidos en la productividad.

Estos países también aprovecharon al máximo posible el bono demográfico asegurando adecuados niveles de capital humano de la población y su continua mejoría, llevando a cabo transformaciones agrarias que incrementaron la productividad de este sector e implementando políticas orientadas a promover el cambio de la estructura productiva hacia sectores cada vez más intensivos en conocimientos y tecnología, mientras aseguraban mecanismos para el financiamiento de la inversión de mediano y largo plazo.

(*)Economista

[email protected]

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