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Somos el pueblo santo de Dios

Humberto E. Corrales M.

Recientemente, y en varios medios escritos, he leído opiniones en el sentido de que “el sistema electoral, por tantas irregularidades, ha colapsado y que por tanto debemos cambiarlo”, poniendo el problema donde el mismo no radica, y olvidando que cualquier sistema es administrado por hombres y son estos los que hacen que los mismos no funcionen.

Siendo así deberíamos de poder concluir que lo que más está fallando en Nicaragua no son tanto los sistemas como los valores morales de quienes los administran, y todo esto por la simple y sencilla razón de que poco a poco, quizás sin darse cuenta, han ido haciendo a un lado los sabios preceptos de vida emanados de Dios.

Nosotros, los que creemos en Dios y hemos sido bautizados, no importando la función que desempeñemos, no debemos olvidar que somos su pueblo, un pueblo escogido por Él con la responsabilidad y obligación de ser santos, no viviendo centrados en el mundo que nos rodea, sino siendo los testigos de su Hijo amado, Jesucristo. Olvidarnos de esto y actuar de otra manera, sería traicionar nuestra razón de ser, y por consiguiente la visión cristiana del mundo, que debe ser el horizonte de nuestras vidas.

La santidad que Dios nos pide no consiste en una separación ascética de la vida, sino por el contrario en una participación activa que nos lleve a transformar la sociedad, sabiendo distinguir y elegir, con la ayuda de la Escritura, entre el bien y el mal, entre lo verdadero y lo falso, entre lo justo y lo injusto, entre lo sagrado y lo profano.

Poco a poco en el mundo, y Nicaragua no es la excepción, ha ido surgiendo una nueva sociedad centrada en el bienestar que ha ido apagando el espíritu cristiano. Debido al consumismo desenfrenado hemos sido inundados de una marejada de materialismo y un afán de disfrutar sin medida de las cosas mundanas, olvidándonos así de las realidades trascendentes; hemos prácticamente perdido la sed de eternidad y nos hemos convertido en ateos prácticos.

Todo lo anterior ha contribuido a una disminución sensible de la práctica religiosa, a menospreciar la ley divina como norma fundamental de moralidad, a la crisis preocupante de la familia, a querer atentar contra la vida de los no nacidos, a la violación de las leyes por quienes deberían ser los primeros en defenderlas, y, ante la percepción de falta de justicia, a un aumento considerable de la violencia.

Despertemos, urge en todos nosotros una conversión personal profunda y volvernos nuevamente a aquel que nos ha creado. Solo cuando empecemos a actuar de acuerdo a los preceptos de Dios, vamos a empezar a ser un país diferente. Cuando entendamos, por ejemplo, que también viola el precepto de “no robar” quien en una empresa altera facturas para su beneficio, quien paga un salario por debajo de lo que la Ley manda, quien vende un producto a un precio excesivo o vende algo como bueno estando en mal estado, quien no trabaja todas las horas que le pagan, y quienes alteran las balanzas en los mercados o los resultados de una encuesta o de una elección; entonces y solo entonces estaremos empezando a tener la mentalidad necesaria para poder ser el pueblo santo que Dios quiere que seamos.Toda ley se ha hecho para el bien de quien tiene que cumplirla,  esto es así siempre para la Ley Divina y también para la ley humana cuando es justa. Desobedecer la ley o violarla  abiertamente, especialmente la Ley de Dios, solo redundará tarde o temprano e irremediablemente en contra de nosotros mismos.

El autor es Ingeniero Industrial.

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