José Velázquez
Cuatro décadas han pasado desde que Managua fue devastada por un brutal terremoto, que dejó como saldo aproximadamente quince mil muertes y buena parte de su infraestructura urbana y económica destruida, destrozando también la actividad social, política y económica del país. A lo largo de ese periodo, aquellos que llegamos a conocer y disfrutar la vieja Managua y que actualmente constituimos una minoría (más del 58 por ciento de su población no había nacido en 1972), hemos contemplado con disgusto el “urbanicidio” de la capital, el engendro de un caos urbano sin igual en el hemisferio occidental. Un fracaso urbanístico cuyas implicaciones sociales van más allá del pavoroso congestionamiento vehicular, del daño al medioambiente y de la casi inexistente interacción comunitaria. Ello tiene implicaciones socio-psicológicas de largo plazo que afectan la fibra emocional de sus habitantes, convirtiéndolos en individuos propensos al irrespeto de sus conciudadanos y de poco aprecio por la limpieza, orden y progreso de la ciudad.
Gobierno tras gobierno, algunos por desidia, otros por ignorancia o incapacidad y otros por impedimentos de carácter político y económico, han participado en ese “urbanicidio” de lo que en alguna ocasión fue una pequeña, hospitalaria y digna ciudad provincial, cuyo espacio urbano fue diseñado y construido alrededor del individuo, pero que infelizmente cuatro décadas después del terremoto ha sido convertida en una desquiciada e inhóspita metrópolis.
Ignorando los principios básicos del urbanismo moderno y de la escala humana, tales como control planificado del crecimiento demográfico, equilibrada zonificación, aprovechamiento de sus bellezas naturales y de áreas verdes alrededor de las fallas geológicas, transportación pública y vías de comunicación más accesibles, disponibilidad de un centro cívico/comercial o downtown (Managua es quizás la única ciudad en el mundo que carece de ello), red escolar estratégicamente distribuida, etc., son entre otras, entornos urbanísticos fundamentales cuya privación sus resignados residentes han sido condenados a soportar.
Si bien muchas son las excusas dadas para justificar el desarrollo de este inhumano modelo urbano, la mejor y quizás única para explicar semejante fracaso es precisamente la misma que a lo largo de toda su historia política republicana (con pocas excepciones) explica el atraso y subdesarrollo del país: ausencia de visión de largo plazo remplazada por el predominio de intereses individuales, comerciales, cortoplacistas y partidistas.
Esta irracional actitud que promueve la interrupción e inclusive la destrucción de obras iniciadas por un determinado gobierno, por el solo hecho de no haber sido concebidas por la administración de turno, claramente se plasma en el caso de la reconstrucción de Managua. Un ejemplo patético fue cuando en el 2007 el recién instaurado presidente Daniel Ortega destruyó —sin justificación alguna— una atractiva y costosa fuente construida durante el gobierno de Arnoldo Alemán, en ese entonces una de las pocas obras de embellecimiento urbanístico existente en la ciudad. Por ello no sería sorprendente que el Gobierno que algún día suceda al comandante llegue también a destruir los pocos avances urbanísticos que haya logrado durante su gestión.
Las tímidas iniciativas de desarrollo urbanístico logradas a la fecha por las diferentes administraciones, (parcial saneamiento del lago Xolotlán, construcción de algunos edificios gubernamentales y calles peatonales en el antiguo casco urbano, renovación de la flota de transporte público, áreas verdes alrededor de las fallas, etc.), podrían y deberían ser utilizadas como gérmenes para redireccionar el objetivo de la reconstrucción de Managua hacia una urbe atractiva y acorde a la escala humana (el peatón y la bicicleta), en donde el automóvil y los intereses políticos/comerciales no sean las fuerzas determinantes de su desarrollo. ¿O tendremos que sufrir otro terremoto para lograrlo?
El autor fue Cónsul de Nicaragua en Miami.