Conmigo en cada reencarnación, fuimos peces, algas y piedras.
Otras veces, nos reconocimos entre las hierbas y flores.
Hicimos fila como bosque de Quebrachos.
Como jiñocuago, dejamos que los mozos nos clavaran sus
machetes,
mientras tomaban chicha bruja
o un embriagante trago de chicha de coyol.
Una vez, mi abuelo fue un milenario Ahuehuete
y yo su retoño, y me trasplantaron en medio de una plaza.
En otra ocasión, fuimos manglares que reposábamos en el lodo,
seducidos por las castañuelas de las conchas.
Él cargó con el deber de convertirme en su sombra.
Por él supe hablar con el mugido de las cascadas
y el lento giro de las mazorcas.
Vimos subir las aguas y desaparecer naciones.
Tantas guerras por fronteras y, al final, eran eso, agua.
Todo vuelve al inicio, me dijo.
No sé qué será más enigmático si el final o los comienzos.
Cada final es la página arrancada
de un cuaderno repasado y gastado.
El final no llega sin ser llamado,
es lo que más mendigan los perdedores,
porque son hojas secas entre algún libro
que nadie recuerda.
El final le da una mudada de importancia a cualquier mediocre.
El inicio es para los que no saben contar las caídas.
El inicio es para los inmortales.
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