¡Qué duda cabe que vivimos en una sociedad dominada por el egoísmo! Basta con volver la mirada a la historia para comprobar que el culto a la personalidad es la manifestación más evidente de este “yoísmo” avasallador y denigrante. Pensaba que ya habíamos visto lo suficiente con personajes como Lenin, Stalin, Hitler, Castro, Perón y una lista casi inagotable de políticos que se caracterizaron por haberse erigido en dioses de un olimpo muy particular: aquel que degrada al ser humano hasta convertirlo en nimiedad, en plataforma aplastante de la dignidad humana. El penúltimo ejemplo lo vimos con la desaparición del polémico caudillo Hugo Chávez, cuyos funerales dieron lugar a descomunales manifestaciones impregnadas de un histrionismo colectivo y un histerismo casi místico.
El culto a la personalidad es producto de la soberbia, que siempre va acompañada de una cohorte de “virtudes” como la prepotencia, el orgullo, la altanería, el menosprecio, la autosuficiencia, la vanidad y el microencefalismo intelectual. Quienes padecen de esta enfermedad tratan de combatirla recurriendo a la corrupción, el dinero, el poder, la intriga, el halago, la explotación, el soborno y la debilidad de los seres humanos. Los afectados por esta dolencia presentan lo que yo llamaría el “síndrome del yoísmo”, que se ha extendido en forma de pandemia a la sociedad contemporánea.
El yoísta piensa primero en él, después en él y por último en él, sin importarle el resto de sus conciudadanos. Si conduce un vehículo se cree el rey de la vía pública, no respeta las señales de tránsito, no se molesta en señalizar sus intenciones de girar, detenerse o cambiar de carril. Poco le importa poner en peligro la vida de los demás y en caso de accidente provocado por su imprudencia, siempre el otro es quien tiene la culpa. Si acude a realizar una diligencia en determinado lugar, no respeta la fila y se “cuela” muy descaradamente sin importarle las protestas de los que aguardan turno. Tira desperdicios en la vía pública y menosprecia al peatón. Si lo detiene la Policía, acusa al agente de abuso de poder. Esto resulta muy conocido. Lo vemos todos los días.
¿A qué se debe esta verdadera epidemia de yoquepierdismo? A la ausencia de valores que antaño se inculcaban en el seno de la familia y en la escuela. Debido a la ruptura de la unidad familiar, los hogares monoparentales encargan el cuidado de sus hijos a algún vecino. Los padres ausentes no cumplen con el deber de proveer siquiera al sustento de los hijos, mucho menos de formarlos. Si es que de milagro el niño asiste a una escuela, los maestros no le enseñan aquellos valores y principios que formarán su personalidad y lo capacitarán para vivir en sociedad. La gran mayoría de estos niños, nacidos al calor de una aventura pasional, crecen y se “educan” en la escuela de la calle y sus instructores suelen ser pandilleros, drogadictos o delincuentes.
Pero aquí no acaba la historia. También vivimos en un mundo de carroñeros, caracterizado por individuos que se dedican, como buitres, a hurgar en las inmundicias de la sociedad para descubrir los desechos putrefactos que alimentan el morbo, labor en la que por desgracia son ayudados por cierta prensa sensacionalista que los explota pagándoles una miseria por sus “servicios”. El objetivo es destruir, movidos por el odio y el resentimiento social, a quienes se destacan.
Ejemplos tenemos a montones, el más reciente de los cuales lo acabamos de ver en ocasión de la elección del primer pontífice latinoamericano, el papa Francisco. De inmediato los carroñeros se dieron a la innoble tarea de picotear la trayectoria del santo padre y aparecieron en la prensa denuncias —que por supuesto resultaron falsas— acusándolo de haber colaborado con la dictadura militar que gobernó Argentina de 1976 a 1983. Nada menos que el propio Premio Nobel de la Paz 1980, Adolfo Pérez Esquivel, activista argentino y defensor de los derechos humanos, se encargó de desmentir públicamente tales infundios y relató, por el contrario, que las gestiones del entonces cardenal Jorge Mario Bergoglio culminaron en la liberación de dos sacerdotes jesuitas supuestamente desaparecidos.
Hay quienes han hecho de este proceder denigratorio una verdadera “profesión” y han puesto de moda las llamadas “leaks” o filtraciones de documentos o archivos confidenciales que luego venden al mejor postor. Estos buitres nos recuerdan a los bíblicos fariseos, que se dedicaban a atacar y destruir públicamente a quienes no comulgaban con sus ideas o costumbres y pretendían ser modelos virtuosos de santidad, cuando realmente eran maestros de hipocresía a los que Jesús llamó acertadamente sepulcros blanqueados: resplandecientes por fuera y llenos de podredumbre por dentro.
La sociedad moderna está pagando muy caro el precio de haber querido prescindir de principios y valores cívicos, éticos y morales que por siglos sirvieron de faros para guiar el comportamiento de los seres humanos. Hoy en día vivimos, como dijo el papa emérito Benedicto XVI, bajo la dictadura del relativismo y los resultados están a la vista. Si los padres abdican de su misión de educadores y formadores, si la escuela deja de ser templo del saber y fuente de valores, y si el Estado incumple su deber de garantizar la justicia social y se convierte, por el contrario, en protector de corruptos y apañador de delincuentes, será sumamente difícil, por no decir imposible, salir de esta crisis terminal que afecta la supervivencia del Estado de Derecho y la democracia como sistema ideal —aunque no perfecto— de gobierno. El autor es diplomático, fue embajador de Nicaragua en chile
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