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La resurección de un “acorazado”

Orlando Vásquez resucitó un lunes, al término de una temporada lluviosa. Esa mañana despertó en el basurero de un parque capitalino, con el cuerpo mal cubierto por los restos de una caja de cartón. Tenía frío, pero finalmente estaba lúcido y pudo hacerse la pregunta que había evitado durante once años: “¿Qué estoy haciendo aquí?”.

Por Amalia del Cid


Orlando Vásquez resucitó un lunes, al término de una temporada lluviosa. Esa mañana despertó en el basurero de un parque capitalino, con el cuerpo mal cubierto por los restos de una caja de cartón. Tenía frío, pero finalmente estaba lúcido y pudo hacerse la pregunta que había evitado durante once años: “¿Qué estoy haciendo aquí?”.

El crack, la “piedra”, hizo estragos. Y cuando a finales del 2011, Miguel Niño, presidente de la Federación Nicaragüense de Levantamiento de Pesas, lo llevó al centro de rehabilitación Mahanaim, en La Dalia, Matagalpa, el hombre que en tiempos pasados había ganado el título de “el pequeño acorazado” y dos tercios del total de las medallas que Nicaragua ha obtenido en Juegos Panamericanos, no tenía fuerzas para alzar un tenedor.

“Después de andar en hoteles cinco estrellas, mi sábana era una caja de cartón. No me da pena contar esto. Fue una vida y siempre lo voy a tener que decir, no olvidarlo, para no volver a caer”, dice, sentado en la oficinita de la federación, muy cerca del gimnasio que se llama como él, allí en el Instituto Nicaragüense de Deportes. “Gracias a Dios no le cambiaron el nombre. Pensé que lo iban a hacer”, bromea. Y suelta una carcajada clara, contagiosa.

No habla con tristeza de los años perdidos. Pero todavía se le humedecen los ojos cuando piensa en las dos medallas que conquistó en los recientes Juegos Centroamericanos, realizados en Costa Rica. Con la plata marcó su regreso a las pesas y a la vida. Y sorprendió a quienes lo consideraban no solo improbable, también absurdo.

Infancia

Orlando Vásquez Vanegas nació en Managua, el 13 de marzo de 1969. Fue el tercero de los cuatro hijos de Rafael Vásquez Murillo, guarda de seguridad, y Lidia Vanegas Mendoza, ama de casa. Creció en el barrio Isaías Gómez, que por entonces era conocido como “La Rebusca”, en honor a esa costumbre de siempre andar buscando a quién asaltar que tenían algunos de sus habitantes.

“Si entraba un camión, salía desmantelado”, recuerda Orlando. Con todo, su familia nunca tuvo problemas. Era demasiado pobre para tentar. “Los ladrones sabían a quién robar, y como todos estábamos en las malas, ¿qué nos iban a quitar”, dice.

En ese ambiente creció él. Desde pequeño le gustaron los ejercicios que requerían fuerza y solía buscar pleito con muchachos mayores. Recuerda especialmente aquel encuentro con un estudiante del colegio Máximo Jerez. “Nos dimos duro… por una chavala. Cuando uno es chavalo, solo locuras hace”, se carcajea, y cuenta: “Yo estuve con la chavala buen rato, después me quedé con las pesas”.

Al deporte llegó después de lustrar zapatos durante un año, en Altamira. Tenía 11 años de edad, cuando jugaba beisbol en el Polideportivo España y un día se atrevió a preguntar si podía inscribirse en el gimnasio de pesas. Era el comienzo de una carrera meteórica, que pronto lo colocaría como el mejor atleta aficionado en la historia de nuestro país. Un lugar que hasta hoy conserva, a pesar de

su receso de once años.

En palabras de Pablo Fletes, periodista deportivo de LA PRENSA, Orlando Vásquez es de “los atletas amateur más impresionantes de todos los tiempos en la historia de Nicaragua y un ícono del deporte en los años ochenta y noventa. Compitió en grandes niveles y ganaba hasta tres medallas en cada competencia”.

A diferencia de los deportistas profesionales, nunca ganó millones de dólares, solo coleccionaba triunfos y poco a poco se abría espacio en la élite de los mejores pesistas del mundo

Por eso, dice Fletes, fue tan triste verlo en las calles, flaco y demacrado, pidiendo “pesos” para consumir drogas.

Tiempos de gloria

En 1984, cuando tenía 15 años de edad, Orlando Vásquez voló por primera vez. Maravillosamente aterrado por la novedad de los aviones viajó a Cuba, para competir en el Campeonato Manuel Suárez In Memoriam. Ese fue su premio por haber ganado, un año antes, su primer competencia internacional.

En Cuba perdió. Quedó último entre los diez participantes, pero lo premiaron por ser el atleta más joven.

Lejos de amilanarse, Orlando se prometió que pronto, muy pronto, sería él quien subiría al podio. Dos años más tarde lo logró. En 1986 se consagró al ganar el oro en Centroamérica. Y un año después, en los juegos de Indianápolis conquistó sus primeras tres medallas Panamericanas, de las que fue despojado al dar positivo en la prueba de dopaje, a consecuencia del diurético que un entrenador le recetó para bajar de peso.

Al verse criticado en los medios de comunicación, Orlando reaccionó consiguiendo tres medallas en los Panamericanos de 1991, en Cuba, y otras tres en los de 1995, en Argentina. “Mi familia, mis hijos, estaban orgullosos de mí”, cuenta.

“Nadie le ganaba en Centroamérica”, afirma Miguel Niño, el hombre que sacó al “mini Goliat” de las calles y lo ha acompañado desde entonces en cada paso de su camino hacia una nueva vida.

En el infierno

Empezó con la marihuana. Fue un sorbo curioso e inocente, en la sala de masajes del gimnasio que administraba. Pero fue justamente ese sorbo el que lo precipitó en el infierno.

Por entonces tenía casa, dos carros, dignidad, matrimonio y tres hijos: Lidia, Orlanda Vanesa y Orlando. Ganaba cerca de treinta mil córdobas al mes por hacer publicidad a varias empresas. Todo lo fue perdiendo.

Vendió la casa y los carros para financiarse la droga. Mandaba a comprar la “provisión” para la semana”. Primero de marihuana, después de cocaína y por último, de crack, cuando empezó a necesitar “algo más fuerte”.

Su caída empezó después de los Juegos Olímpicos de Sidney 2000. Al volver a Nicaragua, su vida no hizo más que empeorar y empeorar. Cada vez dependía más de las drogas. Y al fin llegó el momento en que perdió a su familia, cuando su esposa (ahora exesposa), Marlene Morales, se cansó de sus agresiones y lo abandonó.

Orlando empezó a pernoctar en parques y callejones. Poco dormía. Poco comía. “La droga te quita el sueño y el hambre. Solo pensaba en consumir. Y cuando no podía me daba una ansiedad que quería morder un palo”, relata.

Llegó a asaltar en la calle y a robar dinero a su familia y amigos. Miró violaciones, vio cómo golpeaban a otros consumidores de droga, fue expulsado de un bus y de un supermercado y en tres ocasiones fue trasladado como “chancho amarrado” en la tina de una patrulla, tras ser pescado en expendios de droga, durante redadas de la Policía.

Peludo, macilento y hediondo, observaba a la gente que apresurada tomaba buses para ir a trabajar. “Qué tuani”, pensaba. Pero no tenía fuerzas para dejar la droga.

Reservaba sus pocas energías para las fechas de pago, cuando emboscaba a sus amigos en las puertas de sus lugares de trabajo. También los interceptaba en la calle. “¡Allá viene Vásquez!, decía uno y se iba por otra calle”, ríe Miguel Niño.

Orlando calla y sonríe. Su mal carácter no se despierta cuando le hablan de su pasado. La prueba de ello es que todavía no está apretando los labios. Ponerse “trompudito” es siempre la primera señal de sus enojos.

Y “trompudito” se pone cada vez que alguien se quiere meter con su hijo, Orlando Vásquez junior, quien se ha convertido en su principal motivo para estar limpio.

La recuperación

El lunes que Orlando Vásquez decidió dejar las drogas, se levantó del basurero y fue a buscar a Miguel Niño. Cuando lo encontró le dijo: “No me des dinero, ayudame a ser un hombre de bien”.

Antes de eso había recibido terapia, sin éxito alguno. “Llegaba a mi consulta, salía de lo más tranquilo y yo me quedaba contento porque estábamos haciendo reintegración, pero de pronto se me perdía”, manifiesta Juan Argüello Sandoval, psicólogo deportivo, quien atiende a los miembros de la federación.

Sin embargo, esta vez el propio Orlando estaba convencido de que había perdido la batalla y supo que por su propia cuenta no podría “salir del hoyo”.

Además, estaba apoyándose en un poder superior. Y, ya sea Dios o el diablo, creer en algo es crucial en el proceso de rehabilitación. “No se puede salir de la adicción si no se tiene una ayuda espiritual, la que vos querrás, la religión que tengás, en lo que vos creás”, señala Argüello Sandoval. Orlando creía, y cree, en Jesucristo.

Por su libre voluntad, estuvo un año en el centro de rehabilitación de La Dalia, dirigido por Juan Soza, a quien en broma Miguel Niño llama “el cazador de esclavos”, por sus rígidos pero efectivos métodos militares.

Sus amigos de la federación lo visitaban cada quince días y hasta le llevaron un equipo de pesas olímpico para ayudarlo en su recuperación.

Orlando entrenaba con la mirada puesta en los Juegos Centroamericanos. Nuevamente sus esfuerzos dieron frutos. El pasado marzo cargó la Bandera de Nicaragua, vio su imagen en la pantalla gigante de un estadio lleno y surgió de las cenizas al ganar dos medallas más, quizá las últimas de su carrera.

Ha vuelto a ver a sus hijos y nietos. Y Orlando Vásquez junior, siguiendo el ejemplo de su padre se apasionó por el levantamiento de pesas. En junio ambos se enfrentarán en los Juegos del Alba, en Venezuela.

Por ahora, se dan bromas cariñosas:

—Yo te voy a ganar —provoca el hijo.

—¡Estás loco! Tal vez un día me ganés, pero te va a costar —responde el padre. Tiene la suerte que muchos atletas desean y pocos logran: su hijo está siguiendo sus pasos.

Orlando, a pesar de todo, debe ser un hombre con estrella. “No sé cómo no morí en las calles”, se dice a sí mismo. Lo cierto es que para muchos sí estuvo muerto, pero ha resucitado.

La Prensa Domingo Atleta Droga Orlando archivo

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