En las “repúblicas bananeras”, como Nicaragua bajo el poder del orteguismo y Venezuela subyugada por el chavismo, el Estado policíaco es una forma regular de ejercicio del poder. Pero, igual que la corrupción, el Estado policíaco es una tentación latente y presente en todas partes, hasta en los países más democráticos.
En Nicaragua se habla actualmente del Estado policíaco que ha instaurado Daniel Ortega, o lo viene instaurando desde el 2007, en relación con el caso del fotoperiodista chileno Héctor Retamal, encarcelado y expulsado arbitrariamente del país; de los concejales opositores del departamento de Rivas, que sufren acoso policial; y de las redadas de comerciantes en Estelí y Nueva Segovia, con flagrante irrespeto a las normas de derechos humanos y de las garantías constitucionales y procesales. Sin duda que estos hechos son propios de un Estado policíaco, pero solo son los más recientes de una larga cadena de acciones policiales abusivas iguales o peores que estas últimas.
Pero en estos mismos días, en un país incuestionablemente democrático como es Estados Unidos, ha ocurrido un doble escándalo de grandes dimensiones al descubrirse que el Gobierno ha espiado las comunicaciones telefónicas de la agencia de prensa Associated Press (AP), y el acoso fiscal a entidades políticas y sociales críticas del presidente Barack Obama, por parte del Servicio de Impuestos Internos de Estados Unidos (IRS por sus siglas en inglés), el cual es equivalente a la Dirección General de Ingresos de Nicaragua (DGI).
Tanto en Nicaragua como en Estados Unidos las autoridades han tratado de explicar y de justificar sus arbitrariedades. Pero en ambos casos se trata de evidentes abusos contra los derechos humanos y las libertades individuales, los cuales son propios de un Estado policial, autoritario y totalitario y por eso mismo deben ser ajenos a gobiernos genuinamente democráticos.
En realidad, lo que demuestran esos hechos paralelos ocurridos recientemente en Nicaragua y Estados Unidos, es que la tentación del Estado policíaco está implícita en el mismo ejercicio del poder, está en la naturaleza de la persona humana con su afán innato de mandar y dominar. De la tentación del autoritarismo y el Estado policial se puede decir lo mismo que de la corrupción gubernamental: es una tentación que nace de la naturaleza humana y por eso está presente en todos los sistemas de gobierno, por muy democráticos que sean, con la diferencia de que en las democracias la corrupción se combate y en las dictaduras se practica de manera institucional. De manera que Lord Acton, así como dijo que “el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”, pudo haber dicho también que el poder induce al autoritarismo y el poder absoluto conduce al totalitarismo.
La tentación del Estado policíaco tiene su antídoto en la democracia, que limita el ejercicio del poder y obliga a los gobernantes a respetar la ley, a ser servidores públicos y no amos de los ciudadanos, como ocurre en los países autoritarios y totalitarios. Por eso es que, mientras que, en un Estado democrático, el Gobierno rectifica y ofrece disculpas por los abusos cometidos, en Nicaragua estos quedan en la absoluta impunidad.
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