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Silvio Avilez Gallo

La conspiración del silencio

Algo está pasando en el mundo actual cuando vemos que muchos vuelven la cabeza hacia otro lado para no ver los abusos y arbitrariedades que cometen los que gobiernan o detentan el poder, cuando las llamadas democracias fraternizan con dictadores noveles y añejos, cuando a quienes luchan por el respeto del Estado de derecho y las libertades cívicas se les acusa de fascistas, cuando, en fin, los organismos internacionales guardan ominoso silencio ante situaciones que merecen reprobación y condena.

Hemos presenciado últimamente cómo se ha distorsionado el sistema democrático de gobierno, cómo se han trastocado valores y principios que en un pasado todavía reciente fueron piedras angulares para edificar una estructura política, jurídica y social a fin de que el ser humano pudiera realizarse plenamente como persona digna, en su afán por construir una sociedad justa y solidaria. Como afirmó no hace mucho el ahora papa emérito Benedicto XVI, vivimos sometidos a la dictadura del relativismo, de un relativismo permisivo, dañino y malévolo, manipulado astutamente por quienes buscan cómo satisfacer su ambición de dominio mediante el poder absoluto y la corrupción generalizada.

En las décadas de 1970 y 1980 se produjo una involución en América Latina, cuando florecieron regímenes autoritarios que irrespetaron la voluntad popular. Fue la época de luchas fratricidas y sangrientas que costaron la vida a decenas de miles de valiosos ciudadanos y destrucciones incalculables que acabaron con lo que había costado años de trabajo y esfuerzo para salir del subdesarrollo. Después de esa noche oscura, como la llamó acertadamente el papa Juan Pablo II, nuestra América vio por fin, casi al término del siglo XX, la luz de una nueva aurora y la esperanza reverdeció otra vez en el campo de la libertad. Pero ese luminoso amanecer fue efímero y al avanzar el nuevo milenio hemos asistido a un rebrote de totalitarismo en gran parte de nuestro continente.

Una de las banderas que empuñaron los demócratas en su lucha por restablecer el imperio de la ley fue la prohibición constitucional de la reelección presidencial, como medio de garantizar la alternabilidad en el poder y erradicar definitivamente la lacra del continuismo. Sin embargo, esa gran conquista de la democracia se ha visto relegada al desván de la historia, cuando vemos que países como Argentina, Bolivia, Ecuador, Nicaragua, Colombia y Venezuela sucumbieron a la tentación, a tal punto que los presidentes de turno, contagiados por el virus reeleccionista, se han repetido el plato o desean hacerlo, recurriendo a manipulaciones ilegales de las constituciones o mediante interpretaciones antojadizas del poder judicial. Esto último se vio claramente en Venezuela durante la sucesión presidencial a raíz de la muerte del todopoderoso Hugo Chávez, y acaba de ser confirmado por la decisión de los tribunales en Bolivia que supieron interpretar la aspiración del actual mandatario a postularse a un nuevo mandato.

Ante este panorama desalentador, cabía esperar que los gobiernos que se rigen por el sistema democrático alzaran su voz para denunciar estos atropellos, o que la Organización de los Estados Americanos (OEA) hiciera valer su autoridad para condenar estas violaciones a la Carta Democrática Interamericana. En vez de ello, vemos cómo los cancilleres de la OEA se reúnen actualmente en Cochabamba, Bolivia, para estudiar reformas al funcionamiento de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos —obviamente con la intención de mermar sus atribuciones— y proponer el traslado de la sede de la CIDH, actualmente la ciudad de Washington, a un lugar alejado del “imperio”.

Vemos actualmente el acoso de algunos gobiernos a periodistas y medios de difusión, que no tiene otro propósito que el de acabar con la libre expresión y la libertad de prensa. Recientemente, se produjo en Nicaragua la detención y el encarcelamiento sin juicio previo de un periodista chileno que pretendía cubrir una reunión entre el canciller de Palestina y el comandante Ortega. El periodista fue deportado sin miramientos hacia Costa Rica. Hasta este momento, no se ha escuchado la voz de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) para protestar contra esta arbitrariedad.

Nos encontramos más bien con un mutismo de ultratumba, en que los representantes de países donde rige el Estado de derecho se sientan a la misma mesa para compartir las viandas de la democracia con los victimarios de quienes han ofrendado sus vidas en defensa de sus ideales. Como diría Shakespeare, algo está podrido, mas no precisamente en Dinamarca…

Es necesario denunciar esta conspiración del silencio que parece haber adormecido las conciencias de muchos gobernantes y ciudadanos ahora que todavía estamos a tiempo. Mañana podría ser demasiado tarde. Y como el que calla otorga, pongo mi grano de arena, o si se prefiere, mi “j’accuse” ante esta imperdonable tibieza.  

El autor es diplomático, fue embajador de Nicaragua en chile.

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