Cerca de cuatro siglos atrás, algún inquieto soñador contemplaba, los ojos de su imaginación extasiados, el corazón henchido de ilusiones, la mente fraguando mil planes, un bello canal que, tras partir el estrecho istmo de Rivas y serpentear sobre el majestuoso río San Juan, unía las aguas del océano Pacífico con las del mítico mar Caribe. No carecía de sentido, en ese momento, su sueño.
Pero al tiempo, ese referente que los humanos ideamos para comparar la rapidez con que diferentes procesos transcurren para diferentes observadores, le repugna permanecer ocioso. En cuatro siglos nuestros bosques casi han desaparecido; el régimen de lluvias ha cambiado drásticamente; el San Juan, cada día menos majestuoso y más seco, generosamente cede parte de sus aguas a sus hermanos ríos de Costa Rica; egipcios y panameños, sin el menor asomo de consideración hacia nuestras ilusiones construyeron sus canales, y hasta los amplían; ambiciosos navieros y comerciantes internacionales, sin importarles la acaso decreciente profundidad del Cocibolca, se empeñan en fabricar buques cuyos cada vez mayores calados exceden los veinte metros; y los ambientalistas, gratuitos enemigos del progreso, a grandes voces proclaman su curiosa, incomprensible, preocupación por la suerte de algunos pececillos y la contaminación de aguas, según ellos muy necesarias y cada vez más escasas
Por otro lado, fatuos ingenieros y economistas, con gran seriedad insisten en que ni la más supina de las ignorancias, ni voraces ambiciones de riquezas o sus migajas, ni enfermizas obsesiones de poder, constituyen excusas para acometer ciegamente complejos proyectos de múltiples, variadas y trascendentales consecuencias que, imposibles de ser predecidas con la exactitud deseable, deben analizarse y manejarse apelando a algo demasiado parecido a adivinanzas educadas. Engreídos, pretenden hacernos creer que, en casos como este, las decisiones deben ser tomadas, en uno u otro sentido, tras largos y presumiblemente sesudos estudios, que acaso solo sirven para retrasar las mágicas soluciones que, impacientes, nos aguardan a la vuelta de la esquina
Mi preocupación central, en lo que va de este escrito, ha sido la de destacar que, desde una visión estrictamente técnica, científica y responsable, es absurdo, y demuestra ingenuidad, perversidad o inescrupuloso afán de lucro, el emitir juicios de apoyo, ya no digamos impulsar, eso que están llamando “proyecto”; algo que, en verdad, al día de hoy es poco más que una idea todavía amorfa, indefinida, casi una romántica ilusión. Lo único claro de ella es que esencialmente propone una vía acuática que, cruzando de alguna manera desconocida el territorio nacional, se convierta en una alternativa para el transporte de mercaderías de uno a otro lado del continente americano.
Desde luego, sería imperdonable el que, arrastrado por mi formación académica, omitiera referirme, aunque solo sea brevemente, a un aspecto que ya otros nicaragüenses, a los que no han podido despojar de amor patrio y dignidad personal, han tocado: es intolerable, repulsiva, la evidente intención del orteguismo, celestino de su propia Madre, que es también nuestra Madre, de entregarla, atada de pies y manos por abyectas “leyes” y “legisladores” para, conjuntamente con sus socios-testaferros, ultrajarla y saquearla a su gusto y antojo. Ante nuestros domesticados ojos.
Pero no lo lograrán. Porque Nicaragua tiene más de cien hombres que la aman. Sandino se regocijaría. Hombres que la respetan y se respetan a sí mismos. Hombres a los que no podrán uncir a ningún yugo. Sabedores de que los problemas de cualquier país, la Historia lo demuestra, solo se enfrentan y resuelven mediante el trabajo y el estudio tesoneros y honrados —veo en estos momentos a un montón de orteguistas, el ceño fruncido por la incredulidad y la repugnancia—, y no jugando a ruletas amañadas, apuñalando nuestras propias carnes, como quisieran que los nicaragüenses creyéramos El autor es presidente del Partido Acción Ciudadana.
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