Hoy se cumplen 54 años de la masacre estudiantil ocurrida en León el 23 de julio de 1959. Aquel día, los universitarios salieron a las calles en su manifestación tradicional para dar la bienvenida a los estudiantes de nuevo ingreso, a quienes llamaban “pelones” porque les cortaban el pelo en una peculiar ceremonia de iniciación académica.
Sin embargo, en esa ocasión la manifestación estudiantil derivó en una acción de solidaridad con un grupo de guerrilleros nicaragüenses, que un mes antes había sido emboscado por el Ejército de Honduras en El Chaparral, lugar montañoso hondureño cercano a Nicaragua. Nueve revolucionarios murieron en el desigual combate y 15 resultaron heridos, entre estos Carlos Fonseca Amador, quien después fundaría el FSLN.
La manifestación del 23 de julio de 1959 era pacífica, pero efectivos de la Guardia Nacional tirotearon a los estudiantes desarmados y en la calle ensangrentada quedaron los cadáveres de los jóvenes Erick Ramírez, Sergio Saldaña, Mauricio Martínez y José Rubí. Otros 43 universitarios resultaron heridos de balas.
Los militares dispararon contra los estudiantes sin ningún motivo. Estos no se estaban enfrentando con armas a la Guardia Nacional, ni siquiera con piedras. No levantaban barricadas, ni quemaban llantas, ni saqueaban comercios, ni intentaban apoderarse de algún edificio gubernamental. La represión homicida fue porque aquellos jóvenes eran rebeldes cívicos, porque rechazaban a la dictadura y manifestaban su solidaridad con otros jóvenes más rebeldes que ellos, quienes habían dado su vida en las montañas peleando con las armas en las manos. Y pretendía además, la dictadura somocista, con aquella represión criminal contra los universitarios de León, atemorizar a los jóvenes nicaragüenses en general, advertirles que no se atrevieran a ser rebeldes ni siquiera políticamente y mucho menos de manera subversiva.
Ahora, al conmemorar aquel trágico acontecimiento se puede constatar que —aunque por fortuna todavía no de manera sanguinaria como el 23 de julio de 1959—, de nuevo se reprime con brutalidad y saña a los jóvenes que protestan cívicamente, para atemorizarlos, para que no se atrevan a ser rebeldes, para que se acomoden a los halagos del poder y no hagan resistencia a los desmanes de un régimen autoritario y corrupto, que cada vez más y de manera acelerada se parece al somocismo.
Nos referimos específicamente a casos como el de la madrugada del 19 de julio del año pasado, cuando los jóvenes que mantenían un campamento de protesta pacífica, frente al Consejo Supremo Electoral, fueron desalojados con extrema violencia y brutalidad por turbas oficialistas apoyadas por la Policía. Y hablamos sobre todo de la represión aún más violenta y brutal, al amanecer del 22 de junio del corriente año, perpetrada por turbas orteguistas y la Policía contra jóvenes pacíficos e inermes que fueron golpeados, manoseadas las muchachas y despojados todos ellos de sus bienes personales, solo porque hacían una vigilia de solidaridad con los adultos mayores que reclamaban una pensión reducida.
Así empiezan siempre las dictaduras. Con asaltos y golpizas que después se convierten en crímenes sangrientos, como el del 23 de julio de 1959. Y por experiencia propia sabemos muy bien cómo terminan.
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