Amalia Morales/ I Parte
Juan Pío braceó setenta minutos por las calles de Managua antes de llegar a su trabajo esta mañana. El esfuerzo que hizo con sus extremidades superiores le empaparon de sudor la frente. Su camisa celeste, de pliegues e iniciales en las mangas, se volvió azul por la humedad. En cambio, de la cintura para abajo su jeans siguió viéndose impecable. Sus zapatos negros de punta redonda estaban iguales que cuando abandonó su casa. Inmaculados. Sin polvo. Como recién lustrados. Pío, quien se mueve en una silla de ruedas desde hace 15 años, después que cayó de un palo de almendra, salió de su casa en el reparto Schick cuatro minutos antes de las 7:00, y arrimó a las 8:05 a la puerta negra de otra casa en Bolonia. Entre el lugar —donde vive con esposa, cuatro hijos y un nieto que lo besan antes de salir— y otro, hay unos diez kilómetros de distancia. En ese trayecto Pío, quien no usa buses y se transporta en su silla de ruedas, comprueba de lunes a viernes, dos veces al día, que vive en una ciudad bastante inaccesible para discapacitados, a pesar que son casi el 12 por ciento de la población de este país.
En Managua no hay rampas. Más bien hay pocas. La Alcaldía de Managua se preocupa por reconstruir kilómetros andenes en distintos puntos de la ciudad, y por defecto, están resultando algunas rampas. Sin embargo, la mayoría de las calles carecen aún de andenes despejados donde no tropiecen los bastones de los ciegos, y de esas pequeñas pendientes que ayudan a desplazar a los que andan en silla de ruedas.
Cuando Pío deja su casa, después de planchar el uniforme de sus hijos, sale a una calle sin asfalto, crucificada por zanjas de aguas de lavandero del vecindario y con pequeños promontorios y gradas de tierra, la que Pío atraviesa haciendo certeros giros, con el mismo cuidado del que va en una carrera por los rápidos de un río furioso. Impulsado por los brazos, eleva la cadera pegada a la silla y las llantas traseras. Vuelve a bajar. Se hace a un lado, y por segundos parece que va a caer en una de las zanjas. Le ayuda ser un hombre delgado, que no pesa más de 120 libras. A veces mientras maniobra saluda a algún vecino.
LLUVIA TRAMPOSA
“Cuando llueve es el problema. Esto se pone puro lodo. Viera cómo llego a las casas”, dice Pío, sin saber que esa misma tarde al volver, y a su pesar, la tierra estará aguada y lodosa. Y él no tendrá más remedio que pasar así, sobre ese barro que atasca sus llantas y que ensucia sus manos, parte del pantalón y los zapatos. Su hija menor, Celeste, corre a lavarle las manos. Aún así no puede evitar la pesadumbre por echar a perder la pulcritud del embaldosado de la casa.
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En la calle asfaltada, el andar de Pío en la silla es otro. Después que pasa el puente y llega a la famosa referencia del “tanque rojo” del Schick, corre en el pavimento. Por momento, alcanza una velocidad de 15 kilómetros por hora. Los andenes quebrados, a veces cortados por raíces y tuberías rotas, son caminados por estudiantes tardíos. La calle principal que se va estrechando conforme se acerca a la intersección con el Mercado Roberto Huembes es un gran subibaja vehicular y un resbaladero para él. A veces toca frenar detrás de un bus o de una caponera. Antes, sí podía, los aventajaba, pero después de seis accidentes ha desistido.
El último que sufrió fue en mayo de este año. El 14 de mayo iba hacia Plaza Inter a buscar un regalito para su nieto Abraham, quien iba a cumplir un año. Había pasado la zona de la parada, donde estaba un bus estacionado. Justo iba a doblar hacia el parqueo del centro comercial, cuando el bus de una ruta, que no alcanza a recordar, lo aventó a un lado. Tirado en el suelo quedó como a dos metros de la silla. Recuerda que el busero lo insultó. “No tenés nada. Esto es maña de ustedes para sacarle riales a uno”. Esa experiencia le enseñó a ser precavido en extremo, y le recordó la humillación que al comienzo sufría cuando intentaba subir a buses y por qué dejó de hacerlo.
Cuando queda de primero en la entrada de La Fuente junto a tres o cuatro motocicletas —las que han puesto 103 muertos en las calles este año—, o cuando se ubica adelante en el carril derecho de la rotonda de Metrocentro, rumbo al paseo Tiscapa, parece olvidar que se mueve en una jungla. En ese tramo recupera la bajada, y descansan sus brazos que son tan fibrosos como las piernas de un maratonista.
No las tiene contadas, pero sí identificadas las pocas rampas de su camino. Una clave es la que sube por la tienda de instrumentos Juan Bansbach, que lo salva de ser arrollado por algún carro que se desgaja de Altamira. Si no fuera por la destreza desarrollada con su silla, no podría abrirse paso donde faltan accesos, como en el bulevar del paso a desnivel, donde monta en la cuneta, cruza la grama y vuelve a bajar, atravesar otra calle y seguir por un andén desarmado.
En los semáforos que están bajando Tiscapa, por el hospital Militar, Pío se queda al lado de la gasolinera. Se vuelve un carro sin placa. Espera la verde para el tráfico que viene de Enel. En sentido opuesto hay tres policías y una patrulla, lo ven, pero ninguno hace amago a los vehículos para darle vía a Pío como sí sucede con las caravanas presidenciales.
Luego, al bajar por la rampa de Anden, la organización magisterial, al lado del parque de Las Madres, queda en la raya amarilla. Y como la mayoría de los peatones cruza hasta que la vía se despeja. Sí, en el trayecto de Pío hay muchas barreras físicas, porque faltan rampas, porque el adoquín sacude la silla de manera sísmica, porque no hay vía especial -es una quimera- para la sillas de ruedas, pero también hay muchos obstáculos humanos: policías y peatones que no se atreven a echarle una mano cuando se le dificulta subir a una cuneta o que ni siquiera se apartan en un andén.
Al doblar por la calle de la Empresa Nacional de Puertos (EPN), Pío, quien volverá a su casa por la tarde, va con cierto alivio. Está a punto de llegar a las oficinas de la Asociación de personas con Discapacidad Física Motora, Adifim, donde preside el capítulo Managua.
Al final de este primer viaje del día dirá que llegó más rápido porque las vías estaban bastante despejadas. No siempre es así. Lo normal es toparse con un tráfico loco, con el que no se distrae. Por encima de cualquier barrera Pío tiene siempre el mismo anhelo: volver salvo al lugar donde lo despidieron con un beso.
MAÑANA:
LOS DISCAPACITADOS QUE NO IMPORTAN
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