Adolfo José Acevedo Vogl (*)
El debate sobre la “enfermedad holandesa” volvió a ponerse de moda durante la década pasada, cuando el FMI expresó su preocupación por la propuesta de incrementar la asistencia oficial hacia los países en desarrollo, para contribuir a que estos pudiesen alcanzar las Metas de Desarrollo del Milenio. El argumento del FMI era que el incremento propuesto podría dar lugar a que los países receptores de ayuda contrajeran dicha “enfermedad”.
Como explicamos anteriormente, “enfermedad holandesa” es la sobrevaloración crónica del tipo de cambio real causada por un influjo abundante de recursos externos, que genera una tasa de cambio claramente por debajo de la que sería compatible con la rentabilidad de los sectores potencialmente transables de la economía (exportables o sustitutos de importaciones), aún produciendo con tecnología moderna.
Esto bloquearía durante un período prolongado cualquier posible proceso de cambio estructural del resto de la economía. Equivaldría a “echar sal” para que por mucho tiempo no pudiesen florecer las actividades transables —y recuérdese que en Nicaragua las actividades típicamente transables son la actividad agropecuaria, agroindustrial e industrial—.
Promover un proceso virtuoso de reestructuración productiva, que permitiese cambiar el tipo de inserción internacional requeriría, por el contrario, mantener un tipo de cambio real alto y estable.
El tipo de cambio real competitivo, como también ya lo definimos antes, sería aquel consistente con la rentabilidad de la producción de una amplia gama de productos internacionalmente transables, para su colocación en el mercado externo o el interno.
Al ampliar la gama de productos potencialmente rentables se acrecientan también las posibilidades de crecimiento y diversificación de la producción y del empleo.
Además la “enfermedad holandesa” suele tener otra arista: al impedir la permanente diversificación de la estructura productiva y el empleo, se consolida la dependencia de la economía con respecto a uno o algunos pocos enclaves, y esta entra en una crisis global cada vez que los dichos enclaves son afectados por algún shock exógeno.
Frente a estas preocupaciones, los economistas que propugnaban por el incremento de la asistencia oficial al desarrollo —entre ellos muchos vinculados a diversas agencias de Naciones Unidas— respondieron que si estos flujos se orientaban a incrementar la inversión pública en capital humano e infraestructura básica, y contribuían a incrementar de manera importante la productividad media de la economía y su potencial de desarrollo, los efectos de dicha “enfermedad” podrían ser neutralizados.
El interés pasó a centrarse entonces más en asegurar la calidad del programa de inversiones públicas, que en la preocupación por la enfermedad holandesa.
Es interesante que un argumento similar, en términos de que todo se resolvería más o menos favorablemente si se invirtiese paralelamente en educación e infraestructura productiva, se utilice en Nicaragua para tranquilizar las preocupaciones en términos de que la construcción del Canal interoceánico daría lugar a un fenómeno verdaderamente masivo de “enfermedad holandesa”.
Lo que llama particularmente la atención es que, en este caso, el argumento acerca de la posibilidad de contrarrestar la “enfermedad holandesa” se aplique a una situación completamente distinta a la que hemos descrito al inicio. Para utilizar una expresión figurada, en este caso se estarían comparando los efectos de que le caiga a uno encima un enorme elefante, con los que conllevaría para uno soportar la carga de un animalito de peso y masa mucho más modestos.
Nicaragua ha sido receptor de flujos extraordinarios de cooperación externa en los últimos 20 años, los cuales, en términos relativos, se colocan entre los más elevados del mundo.
Sin embargo, en comparación, los flujos de capital que se supone serían invertidos en la construcción del canal, equivaldrían a comprimir el equivalente a 70 años consecutivos de desembolso del monto promedio anual de cooperación externa recibido por el país hasta ahora, en un lapso mucho más corto de tiempo.
Ante la desmesurada magnitud de estos flujos, que superarían ampliamente el monto global de la inversión de China en toda África, no habría manera alguna de evitar que el país desarrollase un fenómeno masivo y sin precedentes de “enfermedad holandesa”. Pero no se trata solamente de la abismal diferencia en la magnitud de los flujos, sino también en su destino.
Los flujos asociados a la construcción del canal se destinarían a establecer un enorme enclave estrictamente privado, y separado para todos los fines del resto del país que, por su carácter intensivo en capital, representaría una limitada creación de empleo, y cuyos encadenamientos con el resto de la economía serían también muy limitados. Incluso, en los próximos cien años, los beneficios derivados de la renta diferencial internacional que permitiría generar la explotación del Canal, ni siquiera serían compartidos por el país, que en todo caso es lo primero que se debió asegurar, más allá de la promesa de que el concesionario “procurará” (sin estar comprometido u obligado a hacerlo de manera vinculante) a otorgar a la autoridad del canal algunas migajas.
Más aún, después de experimentar un auge temporal, al cesar las enormes entradas de capital asociadas a la fase de construcción del Canal, dicho auge sería seguido por una depresión y por un agudo estancamiento de la economía, por el efecto histéresis de la enfermedad holandesa.
Economista