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Andrés Castro, el boxeador y la escultora

A ntes de esculpir esta historia, hay que decir que muchos niños y adultos en Nicaragua han crecido pensando que Andrés Castro es el mismo campesino, sin camisa, con un pantalón de manta y valiente que derrotó al enemigo de una pedrada, y que se encuentra cincelado en una estatua que creó la escultora más talentosa que ha tenido el país.

Por Octavio Enríquez (*) Tomado de Magazine

A ntes de esculpir esta historia, hay que decir que muchos niños y adultos en Nicaragua han crecido pensando que Andrés Castro es el mismo campesino, sin camisa, con un pantalón de manta y valiente que derrotó al enemigo de una pedrada, y que se encuentra cincelado en una estatua que creó la escultora más talentosa que ha tenido el país.

Pero no es así. Ese cuerpo, esos ojos, esas cejas y esos brazos fuertes son los de otro hombre y detrás de todo esto hay una historia de amor que une de sopetón la vida de una genial escultora con la de un boxeador, un guerrillero y el héroe nacional.

¿En qué punto tantos rumbos se unieron? Se puede ser cursi y decir que fue el amor. Se puede ser realista y exaltar el odio, visto desde la mirada del guerrillero. Se puede decir infidelidad desde las postrimerías de la relación del pugilista Bill Turcios y la escultora Edith Grön, pero ese es el condimento de esta historia y ya vamos muy adelante.

Antes que nada, los personajes son Bill y Edith. Él, un boxeador; ella, la escultora. Ambos fueron novios durante siete años, a partir de 1938, hasta que un día el pugilista formó una familia con otra mujer, María Elena Chavarría Cabezas, originaria de Granada, a quien supuestamente enamoró en innumerables ocasiones cuando viajaban en tren, según la versión que el mismo Bill habría contado a la familia de la artista.

De ser cierta esa información, él engañó a la escultora. De ser cierta la otra, la de los hijos del boxeador, él se juntó con María Elena, tuvieron una familia y, de vez en cuando, se encontraba con Edith. Como sea, el hombre hacía doble juego.

“El padre de Edith fue con ella, le pidió que lo acompañara a hacer un mandado y le enseñó la casa (en el barrio San José de Managua) donde vivían los hijos de Bill. Eso pasó cuando tenía tres hijos. Lo hizo desde el carro y le dijo que esa muchacha era una buena mujer y entendió que eso era un ‘soltalo’ para que se vaya con ella, desde entonces no tuvieron nada”, recuerda la cuñada de la artista, Gloria Grön, ojos verdes, blanca, recostada en su cama en una casa en Managua.

De la relación entre Bill y María Elena nacieron 11 hijos más, el mayor de ellos, un excelente estudiante becado por Luis Somoza, con un dinero que el muchacho ocupó para irse a estudiar a Rusia, en vez de Estados Unidos como las autoridades gubernamentales pretendían. Oscar Turcios luego se hizo guerrillero, fue integrante de la dirección nacional del Frente Sandinista y un día de 1973 la Guardia Nacional lo asesinó en Nandaime, un pueblo pequeño del sur del país.

—Ahí está mi papá, yo soy el hijo de Andrés Castro —le dijo Óscar a Jacinto Suárez, un compañero de armas, mientras andaban clandestinos. Ambos estaban frente a la estatua del héroe en la entrada de la Hacienda San Jacinto, al norte de Managua.

Si el joven dijo esto es porque Bill fue el modelo con que Edith le dio vida al héroe. La artista convirtió al pugilista durante largas horas de trabajo en el soldado que, sin municiones, derribó de una pedrada a un filibustero invasor que los niños en la escuela han aprendido a identificar como un símbolo.

“Ese es Andrés Castro”, puede recitar un chavalo al ver la imagen en los cuadernos, en un póster, un afiche, o simplemente si lo ve frente a la entrada de la Hacienda San Jacinto, donde un día entre guerrilleros Turcios le confesó el secreto a su amigo.

En ese mismo sitio, el personaje histórico peleó al mando del Ejército Nacional contra los filibusteros. El 14 de septiembre de 1856 ocurrió esa batalla en que los nicaragüenses vencieron a las huestes de los invasores jefeados por el mercenario William Walker. Casi 100 años después Edith y Bill tuvieron su idilio.

El hombre multifacético

Ella tenía un hermano, Neil. Era rubio, aparece en las fotos finamente vestido por su profesión de diplomático, tenía ojos azules y usaba lentes. Le gustaba el boxeo y en esos trotes un día conoció a Bill Turcios.

Turcios pegaba duro, se había metido a pugilista en la época en que peleaba también el conocido boxeador Miguel Ángel Rivas, alias “Kid Pambelé”.

La memoria de Iván, de 67 años, hijo de Bill y poblador del barrio Monimbó, de Masaya, alcanza para recordar al modelo de la escultora cuando fue un empleado del Banco Nacional. Porque lo primero a decir es que su padre fue multifacético.

Jugaba tenis de campo con el dictador Anastasio Somoza García y llevaba a sus hijos a Montelimar. “Él sobaba a Somoza viejo, además era catador de oro. Con los hijos del viejo, Anastasio y Luis (Somoza), nunca tuvo amistad”.

Cosas aparte, boxeó, entrenó púgiles, fue árbitro de este deporte y también fue capitán de bomberos.

En el banco trabajó 25 años, donde lo estimaron por su honradez. Siendo un niño, Iván recuerda que una vez lo visitó en su oficina y sacó para jugar en la calle lo que creía eran unos simples trompos. Pero estaban hechos de oro. Y lo supo después cuando el padre le preguntó en casa si había agarrado esos trompos y se los cambió por otros de madera.

“Era buena persona, todos lo querían, mucha gente lo conoció”, recuerda el hijo, quien tiene la misma estatura del padre —un poco más de seis pies—, es atlético y le gusta el deporte. Iván es atleta del Salón de la Fama del deporte nicaragüense, además de actor porque una vez hizo de Jesús para una película en los años 80. En los álbumes familiares tiene las fotos, pero luce irreconocible: pelo largo, rostro ensangrentado, cabeza inclinada, presionado por la posición colgante del crucificado.

A Bill Turcios le decían “Pollo Ronco” en Masaya, donde se trasladó años después con su familia. Tenía una voz fuerte, le gustaba echarse sus tragos, aunque no trasnochaba. Nunca fumó y era mujeriego.

LA ESCULTORA EMPEDERNIDA

Clac-clac-clac. El ruido del cincel golpeaba el oído, mientras una bella mujer concentrada sacaba vida de la piedra. Fuese en un cuarto en su hacienda El Espadillo en Mateare, o en la casa en Managua, el humo del cigarrillo se hacía con todo.

Para Julio Centeno Gómez, en estos días fiscal general de la República y amigo de la familia Grön, la imagen de Edith le recuerda a una actriz: Kim Novack, una rubia de infarto que los estrategas de Hollywood quisieron en un tiempo presentar como la competencia de la guapísima Marilyn Monroe.

Pero Kim tenía su luz propia. Y Edith Grön tenía la suya en aquella casa, en la que desde chica empezó en su oficio, cuando buscaba barro en el terreno de la finca que luego convertía en ciertas imágenes que fue puliendo una y otra vez hasta que entró a la Escuela de Bellas Artes. Luego mejoró su técnica, viajó a México, estuvo en Estados Unidos. En todos esos sitios aprendió algo.

“Un día llegó a la casa el médico de la familia y vio que estaba esculpiendo una cabecita. Él le dijo: ‘Por qué no te metés a estudiar a la escuela de Bellas Artes’. El director de la escuela era Amador Lira”, cuenta su cuñada.

Edith Grön trabajaba horas y horas, incluso esculpía hasta las tres de la madrugada, cuenta Gloria. Y fumaba y fumaba. Colocaba el cigarrillo entre la encía y el labio y lo chupaba. El humo inundaba el cuarto y le daba esa apariencia de femme fatale que reflejan las fotos del álbum familiar: un algo de Kim Novack, un algo de Monroe.

Era rubia. Ojos azules. Bella. Delgada. Tuvo tres amores en su vida. El primero fue uno de apellido Cajina; el segundo Bill, quien después de la separación le quedó enviando flores y un telegrama en cada cumpleaños. Luego tuvo otro novio, y finalmente otro a quien conoció en México. Con este último tuvo diferencias porque la madre del sujeto viviría con ellos y la escultora no pretendía “casarse” con su suegra.

Se separaron y él se regresó a su país. Gloria la aconsejó: “Edith si tu madre solo tuviera a mi marido de hijo, ¿vos creés que la dejaría sola? Todo lo contrario. Ella fue quien te parió al hombre que te está queriendo, ella se va morir y vos vas a quedar con tu familia. Se quedó pensando, no me dijo tenés razón, pero viajó a México. Cuando llegó allá se encontró con que él se había casado”.

Gloria no cuenta qué decían los padres de Edith sobre sus amores. La madre de la escultora sufrió más bien por el hábito de fumadora de su hija. “Mor (mamá en danés) sufre por eso (fumar)”, le dijo Gloria y aquella la acalló diciéndole que no se metiera en su vida. “Ella parecía un murciélago fumando, no sabía fumar, el labio se le puso blanco”, recuerda su cuñada.

La escultora tampoco era católica. Julio Centeno Gómez tiene en su casa en residencial Santo Domingo, de Managua, un cuadro. Es un Cristo cuya cruz es una pared destruida por el terremoto. “Me decía ella, jamás se me olvida, que este terremoto tenía ideología porque destruyó todas las iglesias”, cuenta Centeno. Lo acompaña su esposa, quien conoció a la artista cuando eran vecinos en los alrededores de la Estatua de Montoya.

Los Grön vinieron a Nicaragua a inicios de los años 20 del siglo pasado. Los primeros que llegaron al país fueron los padres de Edith y Neil, nacidos en Dinamarca, Guillermo y Sofía Grön, que emigraron atraídos por el clima del país, bueno para la salud de ella, aquejada con reumatismo.

El apellido de soltera de doña Sofía era Ramos, pero el lector ha de saber que las danesas cuando se casan, y aún cuando enviudan, pierden ese apellido de solteras y son reconocidas desde entonces con el apellido de su primer marido. De ese matrimonio nació la artista, danesa de nacimiento. Fue don Guillermo el único que se metió en los amores de su pequeña, aquella vez cuando le sugirió la separación con Bill, aceptando que llegase a la casa como amigo.

“Mi cuñada ya no tenía nada con Billito, él quedó de amigo y el hijo de Turcios, el que murió en la guerra (Óscar), la llamaba de madrugada y le decía horrores. La insultaba. Un día le dije a la Edith que me diera el teléfono y le dije algo que le dolió tanto que no lo volvió a hacer. Fueron dos palabras”, cuenta Gloria.

Después la escultora se fue a México, allá conoció a su otro amor con el que se pelearía por la presencia de la suegra. A Bill lo miraría cada vez que venía a Nicaragua de vacaciones.

La familia de María Elena y Bill siguió creciendo, procrearon más hijos y pasaron juntos muchos bemoles. Golpes duros como el asesinato de su hijo.

El día de la muerte de Óscar Turcios, su padre se enteró por las noticias de la radio. Fue a buscarlo, no le dieron el cadáver y, si fue posible que lo enterrara fue gracias a que luego tuvo que rogarle a Somoza Debayle, en el búnker.

A su muerte, Óscar Turcios ya era miembro de la dirección nacional del Frente Sandinista, junto a Carlos Fonseca, Daniel Ortega y Tomás Borge. Iván, su hijo, tiene una foto en que aparece todo este grupo, entre ellos el actual presidente de la República.

Según la cuñada de Edith, la ruptura de la escultora y el boxeador se concretizó después de varios engaños amorosos. Cada hijo que Bill tenía con María Elena era motivo de discusiones, pero a la larga quedaron de amigos y, pese a los intentos por volver, la danesa mantuvo siempre su posición. “Esto era algo muy bonito. Cada cumpleaños Billito le mandaba flores y un telegrama”, recuerda Gloria.

Edith Grön se convirtió en una de las escultoras más brillantes que ha tenido el país. Gracias a ella, los nicaragüenses tienen el busto más famoso que se conozca de Rubén Darío, que mide 70 centímetros de alto, y cuya réplica se puede encontrar en cualquier tienda de artesanías del país.

También esculpió al Cacique Diriangén, al prócer de la independencia Miguel Larreynaga, a muchos otros, pero el de este amor fue la estatua que hizo de Andrés Castro. “Yo no estoy segura que sea exactamente Bill, no lo puedo asegurar. Creo que era un lechero que llegaba a la casa. Musculoso, bien parecido”, dice Gloria. Pero el parecido con Bill es innegable. Ahí están los músculos de boxeador, los ojos y la boca que encantaron a esta artista.

Tenía fama de mujeriego y le gustaba tomar. Bill Turcios era multifacético; boxeador, entrenador de púgiles y bomberos, hasta convertirse en el modelo que le dio vida al Héroe Nacional Andrés castro.

La familia de Bill Turcios en la estatua en la Hacienda San Jacinto. “Yo soy hijo de Andrés Castro”, decía el guerrillero Óscar Turcios a sus compañeros de armas.

En esta foto Bill Turcios está idéntico al Andrés Castro de la escultura Grön. La Prensa/Cortesía/Familia Turcios

La Prensa Domingo boxeador Castro escultora archivo

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