Fernando Bárcenas
El Che muere el 9 de octubre de 1967 en la escuelita de La Higuera, ejecutado a sangre fría por órdenes del presidente de Bolivia, René Barrientos. En esta fecha se conmemoran 46 años de su muerte.
Los ojos abiertos del Che, recién capturado por los rangers bolivianos en la quebrada del Yuro, sentado en un banco de la escuelita de Higuera con las manos amarradas, esconden en la mirada la certeza del fin, a pesar de que solo ha sido herido en una pierna. El rostro sereno es el de un prisionero que lamenta no haber muerto en combate. Como todo luchador atrapado, su espíritu guerrero se vuelve, en esas circunstancias, que la desesperanza avanza a pasos firmes, hacia un combate interior, solitario. En un instante supremo sopesa en la balanza de precisión de la propia alma, los sueños abortados y el sentido personal que ha tenido la vida, para asimilar con dignidad la irreversible consecuencia de la derrota final.
Cuando al día siguiente, a la 1:30 p.m., el agente de la CIA le anuncia que será fusilado de inmediato por órdenes de Barrientos, el Che, con cierta calma, exclama: “Mejor así. Debí morir en combate”.
Es inútil observar, ahora, la falta de racionalidad del proyecto boliviano que le costará la vida. Ñancahuazú es una zona poco poblada de Bolivia. En lengua guaraní significa “quebrada honda”. Las aguas del río tienen un alto contenido de carbonato de magnesio, de sabor amargo. La tropa del Che al ingerir el agua dura de las quebradas padecerá de constante diarrea, mientras se abre camino en jornadas agotadoras a golpe de machete. Los campesinos de la zona permanecen aislados, apenas comercian. Cultivan papas, frijoles, maíz, caña, arroz. Sobreviven en extrema pobreza. Carecen de infraestructura vial, sanitaria, eléctrica y de salud. El Che aprovecha el esporádico contacto con ellos, extremadamente abandonados, para extraer muelas. Padecen de desnutrición crónica, y en su miseria, apoyan a Barrientos, sin ver más allá de su rol insignificante en la sociedad.
Al comprobar que ni un solo campesino se incorpora a la guerrilla, el 30 de abril, seis meses después de iniciada la gesta, el Che escribe en su diario de campaña: “Mediante el terror planificado, lograremos la neutralidad de los más, el apoyo vendrá después”.
Este será el elemento decisivo en la derrota. El apoyo campesino nunca llegó. Los guerrilleros, si acaso, eran más pobres que ellos, más desnutridos, famélicos, enfermos, lentos, su número se reducía a ojos vista. El 100 por ciento de la actividad del Che era de carácter logística (nunca había comida por más de dos días, y la que había era escasa en proteínas). Perdía buzones, sus mochilas caían en manos del enemigo. En una de ellas, el 30 de julio, pierde el libro de Trotsky que leía disciplinadamente cada día después de anotar su diario de guerra. Los heridos y enfermos eran un peso decisivo en contra. En la jungla no había capacidad de iniciativa táctica. La guerrilla se limitaba a emboscadas defensivas, mientras intentaba cambiar de zona.
La población campesina ve a su alrededor el músculo terrible del ejército, cada vez más numeroso, mejor equipado, más eficaz, que va tendiendo un cerco mortal, con medios aerotransportados. La tropa del Che ve lo mismo, y calla porque se ha comprometido a un viaje temerario sin retorno, en el que prevalece la vergüenza moral del Quijote más que la razón de Sancho.
Cuando el cerco está por cerrarse sobre los 17 hombres restantes, el Che manda adelante a la vanguardia con los enfermos para que huyan por el Río Grande, y se queda a enfrentar a los rangers. Luego de tres horas de combate, el Che viene herido en la pierna izquierda, ha agotado el magazine de su pistola y un tiro inutilizó el M2 que lleva en sus manos. Le capturan vivo, sostenido por el boliviano Willy y por el peruano Chang (el chino, incapaz de orientarse sin sus lentes). Los tres serían ejecutados al día siguiente.
Su imagen encabezará la revuelta del mayo francés del 68, y será el baluarte del movimiento negro en los EE. UU. Eduardo Galeano describe a su manera, siempre certera, la coherencia ética del Che: “No importa si se equivocó. El Che hizo lo que dijo. Y dijo lo que pensó. En América Latina, raramente la palabra y la acción se encuentran y se reconocen”. El autor es ingeniero eléctrico.