Joaquín Absalón Pastora
Jorge Eduardo Arellano aborda el tema con mesura y respeto. Con mesura porque pulsa las membranas del íntimo albedrío, más cuando las predilecciones evaden los límites de la naturalidad sexual alrededor de personas directamente aludidas y con más razón cuando el referido está muerto. Y con respeto porque hay celebridades que habitan las páginas de la historia con toga puesta en la perennidad, aunque evadan las normas de la moral.
La reseña del historiador es específica, no se mete en los recodos de la dualidad: ubica la identidad sexual de Rigoberto López Pérez cuyo peso en coraje —dio su vida por Nicaragua— todavía se siente. Por lo tanto toda mención a la hidalga actitud de haber extirpado el cáncer de la tiranía debe ser tratada con pinzas vacunadas contra la actitud de las partes susceptibles. Contra toda posibilidad de darle alas a la suspicacia.
Para la ambivalencia, supeditada a los remolinos de la fantasía, el tema de la elección sexual podría tener mayor importancia que la razón patriótica por la cual se le recuerda: haber hecho justicia con sus manos aunque algunos digan que lo suyo fue un asesinato.
Jorge Eduardo menciona a Rafael Corrales Rojas. Como el tema viajó de la oquedad a la luz pública, permítaseme decir cómo personalmente conocí a este. Siendo yo menor de edad (10 años) acompañaba a mi padre Joaquín Evaristo Pastora a las oficinas de “El Cronista” (años 47-48), quien entregaba sus artículos al subdirector —el susodicho— siendo titular el doctor Roberto Debayle, al que se le conocía en León como “el cara manchada” debido a que doña Casimira, embarazada —decían— se le puso de frente a la Luna en eclipse.
Años después (1954) volví a León como estudiante del Instituto Nacional de Occidente. Fue en esa ocasión que conocí a través de las versiones de los compañeros de estudio las inclinaciones sexuales de Corrales, un sodomita que se ponía a pescar muchachos en la puerta de su casa cercana al instituto y a la universidad invitándolos a sesionar. Las golosinas económicas —comentaban ellos mismos— los sacaban de la “palmazón”. Esta singularidad no era una novedad.
Roger Deshon —condiscípulo y guerrillero fenecido— y otro viviente que se incorporó a esos movimientos, cuyo nombre omito a petición suya en madurez, me contaba: “Mi abuelo don Octavio Quintana González (tío abuelo de Julio César Quintana), profesor e intelectual somocista, ejercía el cargo de director de “El Cronista” hasta el momento en que cayó Somoza (1956). Antes de ser nombrado como tal, había sido el director del Colegio Simón Bolívar. Ahí fue maestro de Rigoberto López Pérez. El héroe le pidió conocer a Corrales, el dueño del diario, relación que necesitaba para que se le pusiera como periodista activo en el medio. Don Octavio se lo presentó y fue ahí donde nació la amistad. “Lo que sorprendía al abuelo es que la concordancia se hacía cada vez más estrecha hasta el extremo de verlo entrar y salir del despacho del homosexual con sospechosa frecuencia”.
Haber sido somocista toda su vida no fue credencial para que se le eximiera de la cárcel. Don Octavio cargó con el mismo destino. A Corrales —vía tortura— le ultrajaron el orificio anal, concebido por la naturaleza para expeler y nunca para ser motivo de introducción sexual. Su desventura fue irreversible. El autor es periodista.
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