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Sin tiempo para morir

Un día esta ciudad volverá a morir, como el 23 de diciembre de 1972. Los recuerdos de aquella ciudad, idílica como mito desde hace 43 años, son leyenda urbana para miles de jóvenes que aprendieron a vivir en medio del caos de la Managua que les heredó aquel sismo. Ellos, ellas, felizmente no inocularon en su ADN el miedo a un terremoto apocalíptico como dicen que fue ese del 72.

Un día esta ciudad volverá a morir, como el 23 de diciembre de 1972. Los recuerdos de aquella ciudad, idílica como mito desde hace 43 años, son leyenda urbana para miles de jóvenes que aprendieron a vivir en medio del caos de la Managua que les heredó aquel sismo. Ellos, ellas, felizmente no inocularon en su ADN el miedo a un terremoto apocalíptico como dicen que fue ese del 72.

Quizás por esa falta de experiencia, de no conocer el miedo a que la muerte surja de las entrañas del suelo mientras el mundo cruje alrededor, es que transpiran ese estado de inocencia pueril y algarabía juvenil en estos alegres simulacros de terremoto donde ellos juegan a ser muertos y héroes a la misma vez, que rescatan víctimas atrapadas en los escombros y avanzan valientemente, asumiendo papeles de un guión de desastre hipotético prefabricado con mucha seriedad por la Defensa Civil del Ejército de Nicaragua.

El último simulacro de un desastre que cubrí como reportero fue el pasado 17 de diciembre en el distrito VI de Managua. Se trataba de un terremoto de 6 grados en la escala Richter, cuyo epicentro tuvo una profundidad de 7 kilómetros en la falla sísmica del aeropuerto internacional de Managua.

El sismo inutilizó la terminal aérea, desplomó el paso a desnivel de Portezuelo, soterró las avenidas y derribó postes del tendido eléctrico y destruyó más de 4,500 casas de barrios aledaños al epicentro.

El comité distrital se activó de inmediato y policías, bomberos, brigadistas, miembros de los Gabinetes de Familia del oficialismo, funcionarios de la Alcaldía, del Ministerio de Transporte e Infraestructura, de Salud y cuanta organización existe en el Estado, echaron mano de sus entrenamientos de todo un año de intensa preparación y entraron a la acción.

El aire se llena de ulular de sirenas de emergencias, gritos de voces de mando dando órdenes y lamentos fingidos y mal interpretados se mezclan en un repentino caos. Las brigadas de voluntarios y funcionarios, vestidos de chalecos naranja, deciden lanzarse a la misión de búsqueda y rescate. Son profesionales.

Se movilizan en medio del caos hacia el barrio Oscar Lino Paz Cuba. Ahí el sismo aplastó a 58 infortunados y 711 quedaron vivos por gracia de Dios, pero heridos de gravedad. 4,429 casas del distrito cayeron, a como caerían de verdad en un movimiento de esa magnitud.

A los brigadistas los espera un escenario desastroso: el set callejero se armó con restos de escombros traídos quién sabe de dónde por camiones de la Alcaldía y entre los cúmulos de tierra, piedras y palos se notan los cuerpos de “muertos y heridos” voluntarios.

Son muchachos y muchachas disfrazados de víctimas, con tinta casera de achiote y salsa de tomate por sangre, que apenas pueden contener las risas mientras los militares y brigadistas los “rescatan” de la tragedia.

Alrededor de la escena, una cadena de jóvenes de la Juventud Sandinista, camisas del partido como identidad y tomados de la mano, ríen y se burlan de la mala actuación de los “muertos”, chatean, se toman fotos con sus celulares y flirtean entre sí, en contraste con la seriedad con que funcionarios, militares y voluntarios realizan el ejercicio.

Cuenta el coronel Rogelio Flores, jefe del Estado Mayor de Defensa Civil, que con este ejercicio, el penúltimo del año 2013, se llega a 185 simulacros, que 500,000 personas recibieron información directa sobre cómo actuar a la hora del desastre y que 5,000 brigadistas fueron formados para actuar con rapidez y control a la hora “de la verdad”.

Remata Flores, con solemnidad y firmeza, que cada año que pasa se va sumando a un largo período de silencio sísmico que provoca, entre quienes saben de terremotos, profundos temores de un abrupto fin de la paz de la capital con la naturaleza.

Muchos de los miembros de la Unidad Humanitaria de Rescate estuvieron en Haití en 2010, cuando el terremoto mató a 200,000 personas, y saben por la experiencia, que Nicaragua es tan frágil como Haití y que un sismo como el de allá generará acá los mismos daños.

Managua luce como la plaza más vulnerable con 18 fallas sísmicas en una zona de alta densidad poblacional de 4,506 habitantes por kilómetro cuadrado, donde viven cerca de 1.5 millones de personas.

El Plan Especial contra Desastres Naturales 2013, estima que un terremoto de 6.9 grados provocaría en la capital unos 30,801 muertos, 123,202 heridos y 317,304 damnificados, además de 52,884 casas destruidas…

Pero el muchacho distraído de la cadena humana, que chatea sonriendo solo, quizás ignora que es casi una profecía que Managua volverá a caer, por destino trágico escrito en la memoria de dos desastres sísmicos que han sepultado a la ciudad en dos fechas: 31 de marzo de 1931 y 23 de diciembre de 1972.

¿Pero eso qué puede importar al adolescente al romper la cadena, cruzar la calle, hacer una recarga telefónica y sacar su celular para escribir algo y sonreír? Quizás no sea tiempo de morir aún, tal vez solo sea el momento para subir a Facebook la foto del muerto sonriente.

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