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El ajedrez del Papa Francisco

Los ojos el mundo están sobre el papa Francisco. Teólogos, analistas políticos, investigadores sociales y cientistas de la palabra, religiosos de otras creencias y poderosos jefes de Estado, siguen atentos a los movimientos y jugadas que el sumo pontífice está realizando en las estructuras de la Iglesia católica.

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Por José Adán Silva

Los ojos el mundo están sobre el papa Francisco. Teólogos, analistas políticos, investigadores sociales y cientistas de la palabra, religiosos de otras creencias y poderosos jefes de Estado, siguen atentos a los movimientos y jugadas que el sumo pontífice está realizando en las estructuras de la Iglesia católica.

A primera vista, las acciones de transformación del papa despiertan simpatías masivas y sus cambios generan pasión mediática y tsunamis de aprobación en las redes sociales.

Tanto se difunde ahora su palabra, que el mensaje ha terminado interpretado y manipulado a niveles virales de tal magnitud, que el Vaticano a través de su vocería, el pasado 15 de enero, salió al paso de “atribuciones falsas” de mensajes achacados a Francisco, donde este reconoce, entre otras cosas, “que la Biblia está anticuada en muchos pasajes como la ‘fábula de Adán y Eva’ o el infierno, que todas las religiones son iguales, que Dios está cambiando y evolucionando y la verdad religiosa también, y otras cosas semejantes”.

Más allá de los problemas de Internet y la propagación de mensajes masivos achacados al papa, lo que está atrayendo la atención de los poderosos del mundo sobre el papa es su visión geopolítica y una feroz y fríamente calculada reforma a la Iglesia católica, para posicionarla como un poder global que había venido perdiendo poder en las arenas políticas internacionales.

Así, por ejemplo, la decisión de Francisco de crear su propio G-8 y apoyarse en cardenales de Alemania, Australia, Estados Unidos, Chile, India, Italia, República Democrática del Congo y Honduras, es entendido por expertos del orbe como un visible mensaje de descentralizar el poder de una institución férrea y tradicionalmente vertical.

Hábilmente, sus acciones de mayor impacto dentro de las estructuras de la Iglesia las hace acompañadas de anecdóticas y simpáticas acciones de buena voluntad que reflejan una personalidad amable y amorosa, y que ocultan a los ojos que lo ven con simpatía, la dureza y firmeza de sus decisiones más profundas.

Así, mientras aparece vestido de blanco en el balcón central de la Basílica de San Pedro, pidiendo con humildad que la gente de la plaza lo bendijera, Francisco aplicaba algunas reformas dentro de la estructura de la Secretaría de Estado y hacía uno de los primeros cambios de su Gobierno: la sustitución de Tarciso Bertome por Pietro Parolin al frente de esa instancia. La bandera de Jean-Jacques Rousseau para una acción principesca de Nicolás Maquiavelo.

Analistas políticos y teólogos estimaron entonces que con los cambios, “Francisco quiere una Iglesia con mayor protagonismo en la arena internacional, algo ya adelantado durante el ayuno por la paz en Siria y la enérgica condena a la política migratoria europea”.

Para preocupación profunda del ala más conservadora y radical de la Iglesia, el cambio más trascendental al espíritu natural de la Iglesia, se percibe tras abordar Francisco públicamente polémicos temas como la pedofilia en las filas del clero, el divorcio, la homosexualidad, el celibato, la corrupción y las finanzas del Vaticano y el papel de la mujer dentro de la Iglesia, entre otros.

Voces del mundo apuntan a que el sucesor de Pedro en la Tierra aboga más que por un cambio doctrinal, por una extirpación decidida de anquilosados tabúes eclesiales, que como afirman voces en las redes sociales, “por fuerza de la costumbre adquirieron un falso estatus de dogma”.

Tras su rechazo a las joyas y el lujo, su acercamiento a las masas, su apertura al debate, su crítica a la institucionalidad del Vaticano y su praxis democrática en la toma de decisiones, parece estar trazado un objetivo político: rescatar a la Iglesia católica de viejos y ocultos errores y proveerla de una necesaria credibilidad que la aproxime, como en los viejos tiempos, a una sociedad moderna que venía perdiendo el respeto por la religión.

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