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La dureza de la enfermedad y el tratamiento es paliada con juguetes, juegos y payasos, que llegan a visitar a los niños con cáncer del hospital La Mascota, como se aprecia en esta fotografía de archivo. LA PRENSA/M. ESQUIVEL

Crónicas de vida

Las bromas, risas y esperanzas conviven con el dolor y la desgracia en estas crónicas, donde los pacientes llegan buscando remedio al mal extremo que los ataca.

RISAS CONTRA EL CÁNCER

Juguetes, chistes y bromas en tiempos de la “quimio”


Por Amalia Morales

E n este cuarto de paredes verdes de la sala de oncología del hospital La Mascota, hay tres niños, dos mamás y una tía, y muchas risas. Los tres menores juntos no completan los nueve años. El mayor de ellos tiene cinco años, el otro ya cumplió dos y el más pequeño recién ajustó 13 meses. Los tres tienen en común que alojan un tumor cancerígeno en alguna parte del cuerpo. El de cinco años tiene un tumor en el intestino. Dieron con “la masa” después de dos ultrasonidos y de una guerra contra parásitos inexistentes; el de dos, tiene una pelotita en el ojo derecho, y se lo van a extirpar en una cirugía después de la quimioterapia para evitar que las células malas se rieguen por otros órganos, y el de 13 meses, que sonríe al mismo tiempo que trota por la cabecera de la cama, “tiene una bolita en un huevito”, dice con candidez la tía que lo está cuidando, una veinteñera del Tololar, León.

“No me gusta que me pinchen. Le digo a la enfermera no me pinche, no me pinche que me duele. Ay me duele. Y ella me dice: si no te dejás te voy a echar la plancha”, dice el niño de cinco años que tiene la mano izquierda canalizada igual que sus vecinos de los lados. Las sondas, por las que corren sueros y medicina líquida transparente, parecen cordeles que atan a los niños a la cama. El de 13 meses tiene ganas de trotar por toda la cama pero el catéter de la mano izquierda le corta el impulso. Pero la mano derecha le hace olvidar su atadura. Le ha dado tantos volantines a un camión rojo de juguete que ya le arrancó una de las llantas. El de cinco años, que tampoco se mueve de la cama, se relaja viendo televisión. Echado en piyama, calcetines y con las piernas cruzadas sobre la cama, con el control del televisor en la mano cambiando de canales, se ve a sus anchas, como si estuviera en el sofá de su casa. La mamá aprovecha la distracción del hijo para salir a lavar un bulto de ropa.

El otro niño, el de dos años, no mira la tele ni juega. Es el más callado de los tres. “La quimio”, como le dicen los familiares al tratamiento de quimioterapia, le ha rasurado por completo la cabeza. Tiene la mirada tristona, clavada en el catéter de la muñeca, que le aprisiona los dedos de la mano derecha.

“Se lo veo muy apretado. Parece que le está doliendo”, dice la mamá, espera a que llegue la enfermera y le hace el mismo comentario, ella le contesta que volverá para aflojárselo.

Ninguno de estos tres niños con cáncer vive en la capital. En algunos departamentos esa enfermedad ha ido en ascenso. En departamentos como Matagalpa las autoridades de salud han revelado que detectan hasta cuatro casos mensuales de cáncer en niños. Sobre todo leucemia. En La Mascota, hospital infantil de referencia, se diagnostican 250 casos cada año, de los cuales el 80 por ciento se salva, según datos de la Comisión Nicaragüense de Ayuda al Niño con Cáncer, Conanca.

Las mamás de los niños que están en esta habitación y que vienen de La Boquita, Carazo; el Tololar, León, y Los Chiles, Río San Juan, confían en que sus hijos estarán en el bolsón de los que se salvan. Las tres creen que la detección de la enfermedad ha sido a tiempo.

Las tres criaturas con sus madres llegaron a este hospital de referencia nacional después de un largo periplo por centros de salud y por hospitales locales desde donde fueron remitidos con diagnósticos inequívocos: cáncer.

“De San Carlos me mandaron para acá”, dice la mamá del niño de dos años que tiene otro hijo mayor que dejó al cuidado de su mamá, a más de 300 kilómetros de distancia.

Por la lejanía, es raro que algún familiar venga a visitarlo. Tienen más oportunidades los otros dos menores. El de La Boquita, esta mañana de miércoles amaneció cuidado por su mamá y por una tía paterna que se acaba de ir a hacer unas compras al mercado. Mientras que al de León lo cuidan simultáneamente su mamá y su tía, dos mujeres con caras de adolescentes, tan semejantes que parecen gemelas. Al de León, lo viene a ver su papá todos los domingos. “Se mantiene trabajando en la finca”, dice la tía. Muchos de los que viven lejos y tienen que volver para hacerse exámenes se quedan en el albergue que está en la entrada del hospital.

Hace poco entró a la habitación una muchacha con gabacha blanca y le preguntó a cada niño, cama por cama, si quería un juguete.

Buenas, me llamo Liz, y estoy aquí para saber si los niños quieren algún juguete para traérselo –dijo la muchacha que usa anteojos con un marco grueso de color.

“Yo quiero un rompecabezas para romperme la cabeza”, dice el de cinco mientras hunde la cabeza en sus piernas y en medio de risas.

“Voy a romperte la cabeza”, le dice a la mamá sentada a su lado. “Este chavalo es loco”, le contesta la mamá también jugando.

“Sale con unas cosas, quien lo ve no cree que esté enfermo… Por eso, yo digo que mi hijo está sano, y que sano me lo voy a llevar de aquí”.

EL MAL DE LOS RIÑONES

Antes de la hemodiálisis se valora meticulosamente a los pacientes. LA PRENSA/DOMINGO ARCHIVO

Una madre acompaña a su hijo enfermo en la Sala de Hemodiálisis.  “Vamos a salir adelante, hijo”

Por José Adán Silva

Que la chistata se quitaba con sal húmeda en el ombligo o con zepol a su alrededor. Los mareos y la debilidad debían combatirse con sopa de frijoles, porque esa palidez, muchacho, es falta de hierro. “Es anemia hijo, no te preocupes”, le dijo ella esa vez.

Y esa frase, no te preocupes hijo, dicha con toda la angustia que solo una madre puede reflejar al ver a un hijo postrado en cama, la acompañó a ella y a él hasta los últimos días de agonía en la moderna y refrigerada Sala de Hemodiálisis del Hospital Lenín Fonseca, donde Juan Felipe murió sufriendo a las 10:00 de la noche del 10 de octubre del 2013.

Miriam Silva Calderón es una comerciante del Mercado Oriental, de esas mujeres bravas en la vida que para darle el sustento a la familia es capaz de salir a trabajar antes que salga el Sol y regresar a casa cuando ya se ocultó.

Hizo de todo para que su hijo Juan Felipe fuera abogado y el muchacho, allá por 1997, hizo méritos para entrar a la UCA a estudiar Derecho.

Juan terminó la carrera entre 2001 y 2002, pero no pudo defender la monografía por pobreza, no tenía empleo, el negocio de su madre iba muy mal y no había plata para los gastos de la UCA. Para colmo, empezó a darle chistata y mareos, que su mamá trató con remedios caseros, como sal húmeda en el ombligo y zepol alrededor del mismo sitio.

El tiempo pasó, la chistata se fue con los años, igual que los mareos y la sensación de fatiga, que ella atribuyó a la preocupación de él por no poder concluir la carrera. No fueron al hospital hasta que un día el corazón de Juan, de entonces 38 años, empezó a latir muy rápido.

El diagnóstico médico fue una sentencia de muerte: hipertensión, hiperlipidemia, insuficiencia renal crónica e insuficiencia cardíaca. “No te preocupés, hijo, vamos a salir adelante”.

El corazón le había crecido al tamaño de un repollo y sus dos riñones funcionaban apenas al 30 por ciento de su capacidad. Empezó entonces una vida tormentosa para ella y él.

Las idas y venidas al Hospital Lenín Fonseca se dieron por más de un año, mientras la vida de Juan se iba deteriorando pese al arsenal de medicina que tragaba y a las largas, solitarias y tristes sesiones de hemodiálisis a las que se sometió para limpiar su sangre ante el colapso de sus riñones.

En términos médicos, la hemodiálisis es una terapia de sustitución renal, cuya finalidad es suplir parcialmente la función de los riñones cuando estos colapsan. Todo consiste en extraer la sangre del organismo a través de un catéter y sondas que llevan el líquido a una máquina con filtros que eliminan los desechos del cuerpo. En términos populares, se trata de “lavar la sangre”. En términos éticos, se trata de alargar la vida mientras no se consiga un trasplante de órganos.

En este pasillo de baldosas blancas y paredes celestes con detalles azules, que yo ahora recorro en busca de un paciente que no existe, Juan y Miriam pasaron decenas de veces rumbo a la unidad de hemodiálisis que ahora, de día, luce llena de gente de rostros resignados y serenos, pero que de noche, dice Miriam, las caras se desnudan de frío y dolor.

Hay aire acondicionado dentro y el frío se nota en el temblor de rodillas de un señor conectado con sondas a las máquinas Nipro. De noche ella llevaba colchas para Juan, quien seis meses después del primer infarto ya había perdido muchas libras y sentía más el frío en los huesos que en la piel pálida. “No te preocupes hijo, te vas a recuperar”.

Pero Juan no se recuperaba, más flaco y más triste se iba volviendo. Iba dos o tres veces por semana a la Sala y siempre volvía mal.

“Sabía que iba a morir ahí mi muchachito, pero aún tenía una esperanza de salvarse”, recuerda ella. Él quizás albergaba esa esperanza porque en cada ida y venida a este lugar, donde los enfermos renales a veces salen en sillas de ruedas y mudos tras salir de hemodiálisis, ella le decía que iba a estar bien, no te preocupés hijo.

¿Duele una hemodiálisis? Apenas se siente el pinchazo, balbucea Isidoro, o Isidro, quien sale del tratamiento de la Sala dando pequeños y lentos pasos, agarrándose del hombro de una muchacha huraña que me fulmina con la vista para que deje en paz a Isidro o Isidoro.

Adentro las enfermeras, los técnicos de las máquinas y un doctor que va y viene cada cierto tiempo, aplican sus esfuerzos con normalidad, afables y hasta amables. Los pacientes se conocen, se ven las caras de frente porque las máquinas de hemodiálisis están ubicadas en dos filas paralelas.

Ellos se saben los nombres, conocen a los enfermeros, se saludan al entrar y a veces se despiden al salir.

Miriam recuerda que tras la sesión, Juan caía profundamente dormido, que a veces ella se levantaba a verlo y lo hallaba llorando y sobándose las piernas, como si se hubiera traído el hielo de la Sala pegado en los huesos. No te preocupés mi amor, cobíjate.

Hasta temblaba y a veces no podía ni sostenerse en pie. Una vez vomitó, le dio una arritmia y regresó al hospital.

Estuvo toda la noche, le hicieron otra hemodiálisis a la madrugada siguiente y Juan ya no volvió a ser el mismo.

Dos meses después, la mañana del 7 de octubre del 2013, Juan salió de su cuarto trastabillando, pegó un grito y cayó de bruces cerca del baño. Un infarto.

Fue llevado de emergencia al Manolo Morales, el hospital más cercano de su casa en el barrio Isaías Gómez, y de ahí fue trasladado al Lenín Fonseca a la Unidad de Cuidados Intensivos. Ahí estuvo tres días sufriendo dolores, implorando por agua, pidiendo regresar a casa, alucinando cuando la sangre intoxicada llegaba a su cerebro.

Fue hasta el cuarto día, a las 9:30 de la noche, que los médicos le avisaron a Miriam y sus otros hijos, que someterían a Juan a una hemodiálisis para tratar de prolongarle la vida.

Fue llevado en camilla pocos minutos antes de las 10:00 de la noche a la Sala de Hemodiálisis, la máquina Nipro con sus catéteres y sondas esperando, Miriam quedó afuera rezando y la familia llorando allá metros atrás, en el pasillo.

A los pocos minutos, de la Sala salió un médico joven, se dirigió al sitio donde Miriam y su gente esperaban noticias y bastó una sola pregunta para revelar que todo había acabado: ¿Los familiares de Juan Felipe?

DÍA DE RADIACIONES

La espera en las bancas del Centro Nacional de Radioterapia puede ser de todo un día, cuando en algunos momentos del año se llena con gran cantidad de enfermos que buscan curarse. LA PRENSA/GUILLERMO FLORES

En las bancas del Centro Nacional de Radioterapia, se esperan las buenas o malas noticias

Por Vladimir Vásquez

— ¡Ve qué vieja! Le está doliendo y se ríe —dice en una “sui géneris” imitación del “diablo” que hace una señora morena, baja y de pelo murruco— mientras a su alrededor, cuatro personas se carcajean de la improvisada obra que hoy montó en una banca del edificio rosado chicha.

—El Diablo se ríe cuando nos quejamos —continúa— y sigue riendo mientras de ese edificio, el Centro Nacional de Radioterapia, salen personas con pelo corto y ojos llorosos, que llegan hasta ahí a recibir tratamiento contra diferentes tipos de cáncer.

Así pasa el tiempo de algunos pacientes, que aunque afectados por una enfermedad que puede matarlos, no les ha hecho perder las esperanzas de que podrán ganar la batalla que vienen librando desde hace algunos años.

Este es el único centro médico de Nicaragua equipado con la tecnología suficiente para combatir el cáncer. Fue inaugurado en 1990 y en el año 2010, se abrió la primera sala de energía nuclear. Aquí los pacientes son introducidos en una cámara, como un tubo circular, donde se les aplica radiación en las zonas afectadas por el cáncer, lo que provoca la destrucción de las células malignas. Dependiendo de la intensidad del cáncer, se puede aplicar una mayor cantidad de radiación, que llega más profundo en el cuerpo. Diariamente, aquí son atendidas centenares de personas que vienen de todos los rincones del país, otros en peores condiciones deben quedarse en los albergues instalados dentro del centro, ya que la mitad de los pacientes requieren este tipo de tratamiento para reducir los tumores cancerígenos. En algunos casos, la radiación se deposita en diferentes recipientes, cerca del tumor.

En la sala de espera, un espacio donde con apuro salen de vez en cuando algunos médicos de las puertas de madera que encierran los consultorios, hay bancas acomodadas a las orillas de las paredes donde los pacientes esperan y se acomodan para que en algún momento salga, de entre esas puertas, un médico que grite su nombre.

Por eso está ahí sentado, Óscar Reyes, un hombre de 68 años que hoy viene para recibir una buena noticia. El hombre con el rostro impávido, botas gastadas y una camisa a cuadros, espera con ansias la avena con leche que le traerá la esposa, el único alimento que puede ingerir tras semanas de tratamiento con quimioterapia y radioterapia, tras el cáncer que le detectaron en la garganta hace un año.

Reyes era marinero desde hace 31 años. Cruzaba las aguas entre El Rama y Venezuela para “acarrear” ganado. En uno de esos viajes se detectó una “pelota” que tenía en el lado derecho del cuello. De urgencia, cuenta que desembarcó en El Rama para ser remitido a Managua, donde un médico le confirmaría lo que ya temía.

—¿Sabe usted qué es lo que tiene? —le preguntó el médico.

—Sí —le respondió Reyes. —¿Cuánto tiempo me queda de vida?

—No, usted no se va a morir de la enfermedad. Usted se va a morir de los medicamentos que le vamos a poner, si no come.

Ante aquella cruel advertencia, al anciano no le queda de otra más que beberse su avena con Ensure, el único alimento que lo mantiene animado y alimentado, pues la radioterapia y el cáncer le tienen temporalmente prohibido comer sólidos. Aprovecha para contar que la quimioterapia no le botó el pelo, afortunadamente, y se pasa la mano temblorosa por el cabello que modela canas a medias.

Entonces recuerda que en el Centro lo metieron en una cámara grande y le apuntaron con una luz a la cara, mientras le aplicaban la radiación en aquella gran bola que le salía del cuello y que dice que podía ver con la esquina del ojo.

Así, poco a poco fue mermando aquel tumor hasta que la piel le quedó marcada con un tono rojizo, que resalta las arrugas que lleva encima, ese tono le quedó como consecuencia del tratamiento de radioterapia que recibió aquí.

Afuera, sentada todavía en aquella banca de cemento, sigue la señora morena muerta de risa. Ahora le cuenta a sus espectadores que por el cáncer no hay que deprimirse.

—A mí el dolor no me detiene —cuenta la doña— y cuando miro que la cosa está fea y nadie me va a cocinar, me levanto a cocinar yo.

Insiste la señora que el cáncer se enfrenta con risas, que no hay que quejarse de los dolores por muy fuertes que sean.

—Yo ahí voy, no dejo de hacer nada —sigue relatando— y todos los días me levanto, no importa cuánto me duela, a lavarme el chimicuquis.

Ella misma se celebra con una carcajada. También ríen los espectadores aunque tampoco esconden un poco de vergüenza en medio de aquellas risas.

Finalmente apareció, la esposa de Reyes, una señora no muy alta y regordeta que lleva un vaso en la mano.

— Mirá, ella es mi esposa —presenta. Y recibe su vaso de avena con leche. —Esto es lo que bebo, avena con Ensure, una leche muy buena que sacaron. Bebe un trago y pone el vaso entre sus piernas.

Reyes ahora recuerda que tiene un nuevo reto, conseguir un trabajo. Dice que con la epicrisis, que lo dejará marcado para siempre, recordándole que tuvo cáncer, nadie lo querrá contratar. No podrá volver a sus tiempos de marino, ahora quiere dedicarse a cuidar casas en Corinto, donde vive con su familia, pues al menos ganará 50 dólares al mes.

Muestra el brazo y recuerda que bajó de peso. Comenta que antes pesaba 206 libras y ahora apenas llega a las 132. Entonces se da cuenta, que después de todo, ganó la guerra contra el cáncer y de sus ojos brotan lágrimas que no pueden ser más que de alegría. “Uno no puede evitar ponerse así”, justifica, mientras intenta secarse las lágrimas con los dedos.

—¡Óscar Virgilio Reyes! —grita una enfermera que sale repentinamente de una de las puertas de madera del Centro.

—Aquí— responde el señor mientras salta de la banca con alegría.

—Su epicrisis —dice y le entrega un documento.

—¿Eso es todo?

—Sí.

Se da vuelta y enseña aquel papel que con letras ininteligibles describe su sufrimiento, con pocas palabras. “Mi epicrisis”, repite, “me voy para el Lenín Fonseca”. Y se va aquel anciano con alegría, quien ya no volverá a este Centro, al menos, esa es su esperanza.

Y a su salida, queda afuera todavía aquella señora morena contando sus peripecias con el cáncer. Recuerda, que los enfermos deben tener fe en Dios, y sigue con sus relatos. Ahora narra cómo con convicción y “declarando”, su fe, pudo “reprender” a un grupo de gatos que hacían bulla sobre el zinc de su casa, “como demonios”, dice ella.

Así pasarán las horas con esas historias de aquella señora que, aunque enferma, mantiene los ánimos de los pacientes que llegan a escucharla, mientras esperan su turno para ser atendidos en el Centro.

Reportajes cáncer cronicas esperanza archivo

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COMENTARIOS

  1. katy chavez
    Hace 10 años

    bravo¡¡¡¡ mas claro imposible….. les felicito

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