La exigencia; el hábito de demandar de uno mismo o de alguien un buen desempeño, es un aspecto vital en la vida de las personas, las instituciones y los pueblos. Quienes se exigen a sí mismo dan más frutos que las que lo no lo hacen.
Los atletas que conquistan medallas son aquellos que se han exigido más; metas mayores y entrenamientos más agotadores que el promedio. La excelencia cuesta. Una sociedad cuyos niveles de exigencia son bajos, cosecha mediocridad.
Es lo que nos ocurre con el sistema educativo, base de una nación y sus esperanzas. Si bien como decía en mi artículo anterior, los problemas educativos son producto de muchas causas, entre ellas la falta de financiamiento y de currículos apropiados, un elemento que lo corroe es la falta de exigencia.
Buena parte del problema comienza en el hogar. Las familias que se involucran en el rendimiento académico de sus hijos y les exigen metas elevadas, son minoría. Los estudiantes medran en una cultura escolar y familiar donde se les tolera la pérdida masiva de tiempo, —chateando, viendo TV o vagando— donde no hay disciplina y en la que escuela y familia exigen muy poco.
Parte de este descuido tiene que ver con circunstancias económicas y sociales, como trabajo intenso de ambos progenitores o rupturas conyugales que dejan renco el hogar. Pero parte procede del cambio de creencias sobre cómo criar a los hijos. Los preceptos bíblicos, que servían de guía a muchos padres y educadores, enfatizaban la disciplina; “Corrige a tu hijo y somételo con energía, para que en su necedad no se rebele contra ti”. (Ecle.30,13). Ahora han sido sustituidos por las prédicas de la psicología pop, que aconseja evitar el castigo y disminuir las exigencias. Dato curioso: Asia, que aún sigue la vieja escuela, tiene los mejores alumnos del mundo.
Otra parte del problema es la escuela misma. Observaba al respecto Abner Ruiz Obando, uno de los pocos alumnos que aprobaron con cien los exámenes de admisión universitarios, que cuando estudiaba en un colegio estatal los estudiantes tenían mayor libertad de no entrar a clase. Al trasladarse al instituto franciscano Rubén Darío, notó que allí los maestros eran bien estrictos: “si no entregábamos los trabajos en la fecha que era, ya ellos no lo recibían”.
Esto nos lleva a otro componente central del problema: la ausencia de una cultura de exigencias en la mayoría de los ministerios de educación. Mientras el año escolar chino tiene 243 días, los nuestros rondan los 160. Pero aún eso es teoría. Cuando se computan los días perdidos por actividades magisteriales, asuetos extraordinarios, jornadas políticas y ausentismo docente, la cantidad real podría ser inferior a los 100, como lo demostró un estudio realizado en Honduras.
Yo pude constatar algo de lo anterior en mis tiempos de ministro. En el campo era normal que los maestros sólo enseñasen de martes a jueves. Peor aún: ningún maestro era despedido por dar mal sus clases o por faltar mucho a las mismas. Circunstancia que, después descubrí, es endémica en la región.
Los ministerios de educación no exigen casi nada a sus docentes porque estos resisten las exigencias. Para exigir hay que medir y sus sindicatos se oponen tenazmente a cualquier intento de evaluarles su desempeño y más aún a que este influya en sus salarios: el pésimo debe ganar igual que el excelente.
Mejorar nuestra educación exige romper, desde el hogar hasta la escuela, esta cultura opuesta a la exigencia, para sustituirla por otra, donde lo normal sea esperar de cada quien, lo mejor de sí mismo.
El autor es sociólogo, fue ministro de Educación.
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