Rehoguen la cebolla un par de minutos, añadan 200 gramos de champiñones y fríanlos dos minutos más. Retiren la cebolla y los champiñones.
Echen la carne en la sartén y fríanla removiendo constantemente hasta que empiece a estar dorada. Vuelvan a añadir la cebolla y los champiñones, junto con el tomate picado. Salpimienten y háganla a fuego lento, sin dejar de mover, otros dos minutos. Viertan encima un yogur bien cremoso y calienten ligeramente, sin que la salsa hierva para que no se corte el yogur. Sirvan inmediatamente, espolvoreando con perejil picado.
Está muy rico: una buena carne, con escolta de champiñones, y una salsa cremosa, que pueden ustedes hacer pícara mezclando con el yogur una o dos cucharaditas de mostaza. Ah: el tomate es optativo, no imprescindible.
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Hace mucho, mucho tiempo, en las farmacias se vendía una especie de leche estropeada que algunos médicos recomendaban a determinados pacientes. La tal leche se llamaba yogur, y era muy poco conocida en los países occidentales, en los que, desde luego, no había yogur en los supermercados, donde había supermercados.
Llegó el yogur con frutas, especialmente piña o fresa. Luego echaron cuentas, y vieron que era más barato prescindir de la fruta y usar en su lugar aromas y colorantes; y nacieron los yogures “de sabores”.
El yogur se usaba en el postre. Pronto empezó a ser ingrediente de helados, de tartas. Tenía que saltar a la cocina.
Y saltó. Para ello recuperó su imagen de panacea, infalible en una sociedad obsesionada hasta la histeria por lo “sano”. Al mismo tiempo, se demonizó a la nata, que, seamos serios, es lo que está bueno. Pero hoy muchos platos que antes se hacían con nata, se hacen con yogur.
No es lo mismo, qué va a ser lo mismo, por muy cremoso que sea el yogur.
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