Humberto Belli Pereira
Ojalá haya diálogo entre los obispos y Ortega. Un diálogo tiene siempre riesgos. Ninguno tiene garantías de éxito. Puede terminar siendo aprovechado por quienes no buscan realmente dialogar. Pero como toda acción humana emprendida con buena voluntad, conserva, al menos, la posibilidad de producir un bien. Negar esto es cerrarse a la esperanza. Y si bien el diálogo puede fracasar, el diálogo que no se dio es de por sí un fracaso.
Un factor que induce al pesimismo es el tema de la institucionalidad. En realidad es difícil, muy difícil, pensar que Ortega, aceptará que avance. Porque todo aumento en ella implica una correspondiente disminución en las facultades de quien ejerce poder. La institucionalidad, por definición, implica sujeción de todos, incluyendo los de arriba, a las leyes. Y si bien estas son instrumentos de paz y civilización, fácilmente incomodan. Porque la ley limita, encauza, obliga. Y es más sabroso estar por encima de todo; ser uno mismo la ley o la fuente de derechos.
Cabe advertir que lo anterior vale para todos los mortales, no solo para los dictadores. En alguna medida, a todos nos tienta el no estar sujetos a leyes morales o jurídicas. Por eso tantos abrazan el relativismo, que en el fondo es el afán de hacer uno su propia ley, o rechazan a Dios, a quien ven como el ser que declara como malas conductas que parecen apetitosas.
La diferencia entre un dictador y nosotros es que el maneja una cuota de poder que jamás hemos tenido. Su tentación por tanto es mayor. Soltar poder, teniendo la potestad de mantenerlo, para someterse a un imperativo moral, es un acto noble y raro. Pero ocurre.
Uno de los ejemplos más elocuentes es el de Jesucristo en el huerto de Getsemaní. Semana Santa es buen tiempo para recordarlo. Siendo quien era, podía rechazar el sacrificio que le pedía su Padre. En cambio sometió su voluntad, de escapar del dolor, a una voluntad superior, aunque no le fue nada fácil: derramó lágrimas de sangre.
Entre los seres corrientes existen también ejemplos de sometimientos voluntarios a dictados morales que frustran algunas ambiciones. La mayoría ocurren anónimamente, lo cual aumenta el mérito; como el juez que rechaza el jugoso soborno y falla conforme derecho. O el padre de familia, que sacrifica su tiempo y recursos, por educar a sus hijos.
A nivel político, también hay casos parecidos. La semana pasada mencionaba la mayor independencia que Luis Somoza otorgó al poder judicial al hacer vitalicios a sus magistrados. Otro caso fue el de la autonomía que concedió a la universidad en 1958.
En América Latina tenemos el del presidente Zedillo de México, quien en 1966 creó, por primera vez en el siglo, un poder electoral verdaderamente independiente y profesional. Hacerlo le costó a su partido perder por primera vez las siguientes elecciones. Pero abrió para México una ruta de relevos plenamente democráticos, que ahora disfrutan sus ciudadanos. Otro caso fue Pinochet en Chile. Subió a la Presidencia por un golpe militar cruento y fue dictador férreo por 16 años. Pero en 1988 sometió a referéndum su propuesta de gobernar ocho años más. El “No” obtuvo 56 por ciento de los votos. Dicen que lloró al saberlo. Pero empacó valijas y se fue a casa. Chile transitó así del despotismo a la democracia y hoy goza de una institucionalidad y paz envidiables.¿Pueden pasar cosas parecidas en Nicaragua? Posiblemente no. Pero para eso existe la esperanza. Que no es ingenuidad, sino el ánimo de emprender tareas, aparentemente imposibles, con la certeza de que Dios está con quienes buscan el bien. El autor es sociólogo. Fue ministro de Educación.