Hechos recientes tienen conmovida y convulsionada a la comunidad internacional. En Nigeria, el grupo fundamentalista islámico Boko Haram, liderado por un fanático llamado Abubakar Shekau, secuestró de un colegio a más de 200 jovencitas, y amenaza con “venderlas”, a partir de razones religiosas que se traslapan con las políticas. Algunas de ellas, que se escaparon, relatan crueldades horripilantes, incluyendo violaciones. En Ucrania, se alegan razones étnicas para empezar a redibujar las fronteras que surgieron de la Segunda Guerra Mundial y del fin de la Guerra Fría. Hay otros casos de intolerancia étnica o religiosa, pero esos acaparan las noticias.
Como en la antigua Yugoeslavia hace pocos años, son los fantasmas del pasado reencarnándose en la política y geopolítica contemporánea. Aparentemente, de nada han servido las consecuencias catastróficas de los fanatismos que hace exactamente un siglo, en 1914, desencadenaron dos guerras mundiales, porque los atavismos de intolerancias étnicas, religiosas o mesiánicas, supuestamente enterrados para siempre, gozan de buena salud.
Como los casos mencionados son pertinentes para Nicaragua, aunque por razones diferentes, resulta oportuno recordarlos por la inminente reunión entre el Gobierno y la Conferencia Episcopal Nicaragüense (CEN).
Para lo que sigue a continuación, quiero recordar una experiencia que hoy resultará extraña a la inmensa mayoría de población de Nicaragua. Tendría yo diez años de edad, es decir en 1956, cuando a mi entonces pequeño pueblo, Ocotal, se “atrevió” a llegar un “evangelista”, o “protestante”, como se le conocía a quienes no profesaban la fe católica. Se instaló en la acera de la casa esquinera de mi tío Nacho Calderón, frente a la mía, en los bordes del mercado municipal, en ese momento concurrido, y empezó a leer la Biblia y predicar. Yo le observaba cuando, de pronto, de una de las casas vecinas surgió enloquecido un creyente católico quien pensó que su deber religioso era agarrar a pedradas al predicador. Una piedra reventó en sangre la frente del predicador, quien cayó al suelo. Titubeé un poco, como pidiendo autorización, pero sin esperarla corrí a darle alivio, y tuve la satisfacción que a mi auxilio se unió la esposa de mi tío Nacho, doña Conchita Gutiérrez, católica de vestir santos y enflorar la parroquia, quien le reclamó con autoridad al agresor. Ese tipo de intolerancia, de la cual quedé curado para siempre, entonces frecuente, es hoy relativamente inconcebible.
En efecto, en Nicaragua no existen, de manera significativa políticamente hablando, las intolerancias raciales, religiosas y de clases sociales, que se aprecian en otros países. La misma revolución sandinista ayudó a borrar muchas de las fronteras étnicas y sociales de hace medio siglo. Hoy, sandinistas forman parte de la élite socioeconómica, y hasta de la oligarquía económica, y el sandinismo es tan plural, siempre socioeconómica, religiosa y racialmente hablando, como los que no son sandinistas. Las viejas oligarquías de León y Granada, y sus réplicas a menor escala en otras ciudades, como mi oriundo Ocotal, son cosas del pasado. Incluso la Costa Caribe es hoy bastante más mestiza, y menos separada culturalmente del resto de Nicaragua que en el pasado. Hay identidades, desde luego, pero no identarismos excluyentes.
En Nicaragua, a diferencia de los casos mencionados, la intolerancia ha sido de origen político y casi siempre ha derivado en violencia. Y la razón ha sido que diferencias políticas de inspiración ideológica, como el liberalismo frente al conservatismo, o el sandinismo frente al capitalismo, siempre han derivado a un punto no ideológico: la personalización mesiánica del poder político. La ideología reencarnada en el mesianismo de un caudillo y que, al margen de la ideología original, ha derivado en suprema intolerancia.
En nuestra versión política de la intolerancia, todo lo que no se corresponda con los intereses de esa personalización caudillesca del poder, es absolutamente rechazado. Como ha ocurrido con las elecciones, las protestas cívicas, la libertad de expresión y la sociedad civil. Y cada vez más, hasta en los negocios.
Esté o no en la agenda, esa intolerancia que conduce a la violencia es, probablemente, uno de los temas centrales que estará flotando sobre la reunión del próximo 21 de mayo entre Gobierno y Conferencia Episcopal. El autor fue candidato a vicepresidente de Nicaragua.
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