El domingo pasado, en ocasión del aniversario del nacimiento del general Sandino, Ortega propuso al sector privado y a los sindicatos de trabajadores una suerte de Plan de Nación, “un Plan de largo plazo donde comprometamos todas nuestras capacidades, y combinemos lo que es la actividad del sector privado, el sector público, en otros casos Público-Privado, la inversión extranjera, y que eso nos permita a todos sacar a Nicaragua de la pobreza ”.
Suena bien. En efecto, el desarrollo requiere políticas bien definidas técnicamente y que se mantengan por un período prolongado de tiempo, sin redefiniciones dramáticas de las mismas, salvo los afinamientos necesarios para adaptarlas a circunstancias que cambian, incluso como resultado de la aplicación de las mismas políticas. Pero el desarrollo también requiere que no haya cambios dramáticos en las reglas del juego ni redistribuciones radicales del poder, que inevitablemente se incuban en un ambiente de exclusión política.
Podríamos citar casos exitosos de países desarrollados con los cuales ejemplificar lo anterior. Pero resulta más pertinente traer a colación casos de nuestro entorno latinoamericano.
El país más exitoso en términos del desarrollo, Chile, que incluso está a punto de ingresar al grupo de países desarrollados, y ha reducido la pobreza a menos del 15 por ciento de la población, es un buen ejemplo. Desde el fin de la dictadura de Pinochet, hace 24 años, Chile ha tenido seis diferentes presidentes, incluso alternándose con la oposición, pero como ha mantenido en términos generales las mismas políticas económicas y sociales de desarrollo, con una visión de nación a largo plazo, ha tenido un progreso notable. Lo ha hecho en democracia, con alternabilidad en el poder de presidentes, incluida una mujer y partidos políticos.
Brasil es otro caso de éxito, sacando de la pobreza a decenas de millones, y en los últimos veinte años se han alternado, en democracia, tres presidentes diferentes que han mantenido, sin cambios radicales, las mismas políticas de desarrollo. El expresidente Fernando Henrique Cardoso, que inició el círculo virtuoso de crecimiento, ha dicho que en su país “hay una feroz competencia política democrática, pero un gran consenso en la agenda de desarrollo”.
Y más cerca, tenemos el caso de Panamá, pero también podríamos mencionar a Colombia y Uruguay, entre otros. En Panamá, desde 1990, se han alternado cinco presidentes, uno de ellos mujer, de tres partidos políticos diferentes, que han mantenido básicamente las mismas políticas de desarrollo, y eso ayuda a explicar que en la última década sea el país latinoamericano que más ha crecido. Incluso su ley tributaria obliga a cada presidente a presentar al inicio de su gobierno un Plan Estratégico, lo que asegura la continuidad de las políticas económicas y sociales.
Pero Ortega, que conspicuamente saca a todos los partidos políticos y otros actores sociales, de su visión de una gran alianza para el desarrollo, y gobierna sin elecciones libres y sin Estado de Derecho democrático, asume que él y su familia gobernarán perpetuamente.
Que otros países, como los citados, logren lo que Ortega ha propuesto, pero en democracia, conduce a la siguiente pregunta: ¿Por qué otros sí, y nosotros no? Pero lo anotado a propósito de esos países también subraya la siguiente conclusión: lo que Ortega ha propuesto no es ni deseable, ni viable.
Cuando en 2007 Ortega se reunió por primera vez con la cúpula empresarial, el Consejo Superior de la Empresa Privada (Cosep) propuso una agenda técnica-económica y una agenda institucional, porque parten del principio y la experiencia histórica que sin un ambiente político-institucional que de confianza política y seguridad jurídica, no es viable a largo plazo una agenda técnica-económica de desarrollo.
Y en el hecho más relevante del último tiempo, la reunión que Ortega sostuvo con la Conferencia Episcopal de Nicaragua (CEN) esta semana, los obispos le presentaron un documento, ampliamente difundido, en el cual se señala: “No es verdad que se pueda asegurar un desarrollo económico y social sostenible y una paz duradera sin instituciones sólidas, erradicación de la corrupción y respeto a la legalidad”.
Otra gran conclusión: en cuanto al desarrollo económico y social sostenible, lo viable es inseparable de lo deseable.
El autor fue candidato a vicepresidente de Nicaragua.
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