En la última cena, el Señor Jesucristo reúne a sus apóstoles para darles a conocer elementos clave que los encaminarían al cristianismo después de la resurrección. Pues en la última fracción del pan, el Maestro sabe que está a punto de cumplir su misión en la Tierra, y que pronto debe ir al Padre, pero antes, emite un mensaje esperanzador: “Y yo le pediré a mi Padre, y él les dará otro abogado y defensor, quien estará en ustedes para siempre”. (Juan 14: 16-17).
Jesucristo sabía que sus seguidores no podían quedar solos, y por su inmensa misericordia y amor hacia la humanidad, promete no abandonar a todo aquel que lo reconoce como su Señor. El Hijo le pedirá a su Padre, que nos entregue su Espíritu Santo para que en Él encontremos consuelo.
El espíritu de Dios es quien alienta, capacita y abriga a todo aquel que le busque con amor. Es el espíritu que revela la verdad de Cristo y nos guía por sendas seguras y de paz, llevándonos a una comunión con el Padre y el Hijo. Pablo en su carta a los Corintios confiesa que “de la misma manera, también el espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; porque no sabemos orar como debiéramos, pero el espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles ( )”.
El Padre Celestial envió a su Hijo para que, a través de su muerte y resurrección, salvara a la humanidad de la condenación, el Padre envía también su Espíritu: misión en la que el Hijo y el Espíritu Santo son distintos, pero inseparables. Es Cristo quien manifiesta la imagen visible de Dios y el Espíritu Santo es quien lo revela. El Espíritu Santo es una de las tres personas de la Santísima Trinidad y junto con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria.
Por tanto, se necesita el fuego del Espíritu Santo para abrir nuestra mente y corazón a una nueva luz. Un ejemplo de la transcendencia que tiene el Espíritu Santo en la vida de los cristianos fue el proceso de conversión que atravesaron los discípulos, quienes habían sido testigos de los milagros y enseñanzas de Jesucristo, y sabían que solo en Jesús tenían palabras de vida eterna, pero fueron débiles cuando llegó la hora de la prueba, huyeron y lo dejaron solo en la cruz. Sin embargo, la promesa del Espíritu Santo habitaba en ellos.
Cincuenta días después de la resurrección de Cristo sucedió Pentecostés: el día que el Espíritu Santo se posó por primera vez sobre los discípulos. A aquellos cristianos temerosos, inseguros y tímidos, el Espíritu Santo les dio fortaleza, los hizo firmes, seguros y audaces. Desde ese momento la palabra de los discípulos resonó recia y vibrante por las calles y plazas de Jerusalén.
El poder del Espíritu Santo les hizo vivir y predicar las buenas nuevas de Jesucristo, nadie puede asegurar que Jesús es el Señor, si no se lo ha revelado el Espíritu Santo, asegura Pablo en su carta a los Corintios.
Es el mismo Espíritu Santo quien desde hace más de dos mil años hasta ahora sigue descendiendo sobre quienes creemos que Cristo vino, murió y resucitó por nosotros; sobre quienes sabemos que somos parte y continuación de aquella pequeña comunidad ahora extendida por tantos lugares; sobre quienes sabemos que somos responsables de seguir extendiendo su reino de amor, justicia, verdad y paz entre los hombres.
Vale la pena entregarse por entero, para corresponder al amor y a la confianza que Dios deposita en nosotros. Vale la pena clamar al Espíritu Santo para vivir una auténtica fe cristiana. Que el mensaje divino de victoria, de alegría y de paz de Pentecostés sea el fundamento inquebrantable en el modo de pensar, de reaccionar y de vivir de todo cristiano. El autor es presidente de la Asociación Cristiana Jesús está Vivo.
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