Yo vivo en un condominio de 18 casas. Una de ellas es de mi esposa. Este condominio fue diseñado y construido bajo la dirección del arquitecto Mario Salinas, quien aseguró que las casas habían sido construidas cumpliendo con las normas de seguridad antisísmicas de California. Yo entendí que se trataba de casas seguras contra terremotos.
Si a esto agrego que el arquitecto Salinas vive en unas de esas casas —es mi inmediato vecino— y que doña Marta Salinas, su hermana, vive en una casa situada a la par de la de mi esposa, tengo que suponer que los hermanos Salinas no van a vivir en casas sísmicamente inseguras. Esto me daba tranquilidad.
Por lo tanto, no tenía por qué asustarme ante los últimos movimientos telúricos, y no obstante los diarios consejos y advertencias del Gobierno yo dormía en el segundo piso, toda la noche, con absoluta tranquilidad.
Por el contrario, mi esposa seguía los consejos de los portavoces gubernamentales y dormía de noche en el patio, en una pequeña casa de campaña, y de día, cuando estaba en la casa siempre estaba sentada debajo del dintel de una puerta.
A veces mi sueño era interrumpido por una de las empleadas que a gritos me decía: “Don León, dice doña Hercilia que se baje rápidamente al patio; que acaba de declarar doña Rosario Murillo que hoy puede venir el terremoto”. Mi esposa durante la noche no se despegaba del radio.
Durante más de quince días, tanto las empleadas como mi esposa solamente hablaban de terremotos, de temblores Es más, toda la gente en Managua se dedicaba a hablar de temblores. “¿Sentiste el temblor de la mañana?” Era la pregunta de rigor. Los problemas del país habían pasado a segundo plano porque todo el mundo vivía pendiente del terremoto y de las declaraciones de doña Rosario.
Yo le decía a mi esposa que no se alarmara, que mientras los Salinas estuvieran tranquilos nosotros no teníamos nada que temer, y que por otra parte había que tener en cuenta que los terremotos son impredecibles, y que ni siquiera se han podido identificar señales que hagan suponer científicamente de que tal día o tal semana o tal año se va a producir un terremoto; que no le siguiera haciendo caso a doña Rosario.
Le continué diciendo a mi esposa que sobre la “alerta roja” y las declaraciones de doña Rosario yo tenía dos tesis: o doña Rosario estaba mal asesorada por los geólogos o se estaba ensayando un experimento sociológico consistente en saber si se podría desmontar un futuro estado de peligrosa agitación política en el país preocupando a la población con la inminencia de un terremoto y con el martilleo publicitariamente alarmante de las medidas que se debían tomar para no morir aplastado.
De repente, de la tranquilidad pasé a la intranquilidad sísmica, cuando un día a las 11:00 de la noche sentí un temblor y mi esposa me llamó por el celular para decirme que Mario Salinas había salido “disparado” de su casa y que estaba en la calle. La salida precipitada de Mario me intranquilizó, pues supuse que el arquitecto Salinas creía que en caso de un fuerte terremoto las casas del condominio se irían al suelo.
A las 2:00 de la madrugada me volvieron a despertar diciéndome que Mario Salinas, ante otro temblor, había salido nuevamente “disparado” de su casa, y me informaron que, de todos los que vivimos en el condominio, Mario Salinas ante el menor temblor era el primero en salir “disparado” a la calle.
Una noche que me enteré que Mario Salinas estaba de nuevo en la calle dispuse hablar con él. Me dijo que ratificaba lo que me había dicho cuando mi esposa compró la casa; pero que él se refería a terremotos menores a siete grados en la escala de Richter.
Ahora que veo que el arquitecto Salinas no confía en las normas de seguridad antisísmicas de California, voy a dormir con mi esposa en el patio de la casa cuando el Gobierno alerte a la población de algún terremoto. No vaya a ser que los geólogos de doña Rosario acierten —lógicamente que sería por chiripa— en la predicción del siniestro sísmico.
El autor es abogado
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