La semana pasada publiqué un artículo (“Lo que no se dice sobre los femicidios”) que provocó una avalancha de opiniones encontradas. Enhorabuena. Las controversias públicas pueden ser muy buenas. Una de sus virtudes es aumentar el conocimiento sobre los temas debatidos, pues quienes discrepan se ven obligados a documentarse mejor.
Informarse bien es precisamente algo que hace falta en relación al femicidio y la violencia contra la mujer. Para contrarrestar este flagelo intolerable hay que conocer mejor sus causas y posibles remedios. Hacerlo, sin embargo es difícil, porque ni nuestros gobiernos, ni nuestras universidades, suelen investigar, desgracia que parece ser ignorada por quienes reclaman que se usen datos nacionales. Y porque hay prejuicios ideológicos que dificultan ver la realidad. Es el caso de quienes no valorizan —o adversan— al matrimonio: suelen irritarse cuando se les informa que la tasa más baja de agresiones sexuales y físicas contra la mujer la tienen las parejas unidas en matrimonio, o que la tasa más baja de abuso infantil la tienen los niños criados por sus progenitores biológicos, al menos en países que investigan sus problemas.
Obstinados, se aferran a la creencia de que esto no es un hecho, sino un prejuicio conservador a pesar de que está respaldado por estadísticas irrefutables de fuentes serias. (Puedo enviárselas a quien las solicite).
Es posible que parte de la resistencia en reconocer el efecto saludable que puede tener el matrimonio en disminuir el problema, sea el asumir que se le está presentando como la receta para acabar con la violencia anti-femenina.
De ninguna forma. Los problemas sociales nunca son producto de un solo factor ni tienen remedios simples. Estudios de las NU (Naciones Unidas) y de la OMS (Organización Mundial de la Salud), aluden a la influencia del alcohol, edad de las parejas, falta de instrucción, urbanización, etc. Por eso, en lugar de causas prefieren hablar de “factores de riesgo”, los cuales, según la OMS, “son de carácter individual, familiar, comunitario y social” y entre los que incluye, “el hecho de tener muchas parejas”.
Si se quiere entender mejor el problema hay que informarse. Un medio son las redes. Si uno de mis lectores, que se identificó como Obs, las hubiese navegado, no habría puesto a los países escandinavos, donde predominan las uniones libres, como ejemplos de sociedades libres de violencia doméstica. Estudios de las NU (Violencia Contra la Mujer, Datos de Prevalencia, Encuesta por País 2011) y otro más reciente de la FRA, Agencia de Derechos Fundamentales de la UE, del 2014, demuestran que son las mujeres nórdicas, las de los países teóricamente más igualitarios y evolucionados, las que ofrecen las cifras más altas. 52 por ciento de las danesas, 47 por ciento de las finlandesas y 46 por ciento de las suecas, declaran haber sido víctimas de este tipo de violencia. Los países musulmanes también sufren tasas muy altas. En asesinatos, Guatemala es la peor: 122 mujeres al año por cada millón.
En cambio, ¿cuáles son los países del mundo con las tasas más bajas? Piénselo y quizás acierte: primero España; con 9.6 por ciento de mujeres víctimas de violencia y 8 homicidios por millón, seguida por Polonia, Irlanda y Eslovenia. Curioso. Porque uno de los factores que comparten estos países es una historia en que ha dejado huella la tradición católica.
Obviamente, esto no implica que lo anterior sea causa. Bien podría ser coincidencia. Hablar de causas exige estudios más profundos. Remediar el problema también. Urge hacerlo. En estos momentos hay muchas mujeres y niños cuyas vidas dependen, en gran parte, de lo bien que entendamos sus problemas.
El autor es sociólogo. Fue ministro de Educación.
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