Por Amalia del Cid
A las 3:00 de la mañana comienza “la hora del diablo”. En ese momento, justo en la hora opuesta a la de la muerte de Jesucristo, a los demonios les da por salir del inframundo para atormentar a las inocentes almas de la Tierra. Bueno, segura no estoy, pero eso he escuchado. Y para muestra está el caso de Emily Rose. Pobrecita. No quisiera acordarme de ella, pero quién puede evitarlo a las 3:00 de esta madrugada eterna.
El tiempo se revela como una cosa informe y gelatinosa y adivino que a este ritmo “la hora del diablo” durará uno o dos siglos. Como para consolarme, me digo: “Tranquila, hoy tampoco va a pasar nada. Solo es otra maldita noche de insomnio”. Pero me aseguro de tener los pies bajo la sábana, como si se tratara de un manto milagroso que me protegerá de todo mal. Hay que ver las cosas que se le ocurren a una mente cansada y supersticiosa.
Dormir no debería ser una tarea tan difícil. Conozco a gente que dice “Buenas noches” y cae en un sueño profundo sin preocuparse en absoluto por la posibilidad de que se abra la puerta del inframundo. Pero yo padezco insomnio desde épocas inmemoriales. Duermo poco y mal. Es decir, puede despertarme el aleteo de un zancudo o el suspiro de un cherepo. He probado de todo y todo ha fallado. De manera que me he convertido en una antología de lo que no hay que hacer si se quiere conciliar el sueño. Por ejemplo, realizar ejercicios por la madrugada para intentar “agotarse”. No sirve. Lo único que se consigue es activar más el cuerpo y, si uno se esfuerza, una taquicardia.
También probé con la piña. La comí en cantidades industriales y tengo que reconocer que fue útil, porque así comprobé que soy alérgica a esa fruta. No me ha ayudado el mantra ni la terapia de autosugestión y tampoco los baños con agua tibia.
Sé que muchos viven lo mismo. Después de todo, se estima que entre el 10 y el 15 por ciento de la población mundial sufre insomnio crónico y alrededor del 50 por ciento de los adultos lo ha padecido en algún momento de su vida. Así que no es de extrañar que el médico internista Neri Olivas diga que los medicamentos contra los trastornos de sueño están entre los más vendidos. Yo misma he comprado algunos, y de la peor manera: sin receta. En cada ocasión el remedio ha resultado peor que el trastorno, porque tomar pastillas desordenadamente, explica el doctor, estimula el insomnio. Y no solo eso, en el peor de los casos puede ser mortal.
Bien, eso ya lo aprendí. ¿Entonces por qué sigo sin poder dormir? Leí unos estudios que relacionan el insomnio con el alto coeficiente intelectual y si a ellos me remito podría pensar que pago el precio de ser una “genio”. Pero de golpe y porrazo las palabras de Olivas me devuelven a la realidad: “El insomnio no es de inteligentes, es de gente que no puede manejar su propio estrés”.
Y hay más, porque según el doctor el insomnio no es solo de estresados, también es de deprimidos y de ansiosos. Y puede estar relacionado con consumo de cafeína, vida desorganizada, relojes biológicos desorientados, altas presiones arteriales, enfermedades cardíacas o hasta tumores en el cerebro. Esas son las causas y solo las puede determinar un especialista. Yo, personalmente, conozco las consecuencias: falta de concentración, dolores de cabeza, debilidad, alteraciones en el apetito, cansancio visual… por mencionar las menos graves, porque en el otro extremo está el riesgo de derrame cerebrovascular.
Divagando sobre este tema me han sorprendido las 3:33 de la mañana. Si no es “la mona” de la que me hablaban cuando era niña, un gato camina en el techo. Y el insomnio sigue intacto, como un enemigo invisible e intocable. Dicen que esta es “la hora del diablo”, pero ahora hasta el demonio me parece inofensivo.
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