Daniela Brik / Jerusalén / EFE
Tras el cese al fuego de ayer, el hosco tabletear de las metralletas y los fusiles retumbaba en los edificios aledaños al hospital pediátrico Mohamad al Durra, levantado en honor a Mohamad al Durra, el niño palestino que cayó al inicio de la segunda Intifada (2000-2005) mientras su padre trataba de protegerlo en un tiroteo cruzado.
Cada diez segundos, una bengala ilumina el cielo y un disparo de los israelíes hace que tiemble este pequeño edificio, que hace tres semanas servía a 500,000 personas.
“Aquí no estamos seguros, pero tampoco hay seguridad en otro sitio. Mi deber es cuidar el hospital”, dice Alí con aplomo. “Aquí es donde otro de los bebés quedó herido. Perdió un ojo. Estaba con su padre cuando la ventana voló y cayó desde el otro lado en la camilla”, sobre la que aún está el vidrio agrietado, manchado de sangre.
Según la ONU, de los 1,031 muertos, cerca de 250 son niños, en una Franja donde los menores suponen el 60 por ciento de una población calculada en dos millones de personas.
Médicos y psicólogos coinciden en que los que han logrado sobrevivir llevarán las heridas de la guerra tatuadas en su mente y en su personalidad para el resto de su vida, arrastrada a esa pobreza endémica de la que se alimentan los extremismos.
La mayor parte de los niños gazatíes ayudan a sus familias a retirar los cascotes, limpian y observan el mundo miserable que les rodea con una mirada ensombrecida por una capa de años zaína —cocida con bombas— que les ha robado la infancia y la vida.
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La sociedad israelí está contraria a que acabe la ofensiva en Gaza, iniciada hace veinte días. Según una encuesta divulgada ayer, el 86.5 por ciento opina que su país no puede aceptar un alto el fuego porque el movimiento islamista “continúa disparando cohetes a Israel, no han sido localizados todos los túneles y Hamás no se ha rendido”.
La opción contraria, 9.7 por ciento de los entrevistados, era la de apoyar un cese de hostilidades porque “Israel ya ha tenido suficientes logros, han muerto soldados y es hora de parar”. El sondeo fue realizado por una respetada firma con una muestra de 504 personas, representativa de la población hebreo-parlante israelí.
Nisan Edri, 38 años y propietario de una peluquería del centro de Jerusalén, se declara un hombre de paz: “Al final del día, todos queremos vivir tranquilos y que nuestros hijos crezcan en paz”. Pero insiste en que la ofensiva en Gaza debe poner punto final a los ataques contra suelo israelí.
“Queda aún mucho por hacer, como desarticular los túneles de Gaza y además, hemos intentado ya varias treguas y no cumplen ninguna, nos siguen disparando cohetes”, recalca gesticulando cada palabra y sacándose varias veces de entre una ceñida camisa un colgante de oro con la leyenda hebrea “jai”, que significa vida.
LAMENTA LAS GUERRAS
El quiosco donde Golani Moshé, de 46 años, prepara ensaladas, zumos y meriendas, parece en las últimas semanas una garita del Ejército israelí. Decorada con la sempiterna bandera nacional junto con carteles de exaltación patriótica como “Dejad que Tzahal venza”, o “El pueblo con Golani” y un dibujo del olivo que caracteriza a esa Brigada militar que registra numerosas bajas, el establecimiento es toda una declaración.
“No estoy de acuerdo con un alto el fuego porque cada año tenemos una nueva guerra”, afirma con rotundidad. “Hoy mismo nuestros soldados han encontrado en una cómoda de bebés munición, junto con biberones y pañales”, recalca mientras exprime unas naranjas.
Pese al ruido circundante y las incesantes noticias, que informan de las tentativas para un alto el fuego mientras continúan los disparos de cohetes y los bombardeos, Moshé lo tiene claro. “En Gaza hay 20,000 terroristas y el resto es la pobre población que tienen secuestrada”.
El desgaste de la situación bélica entre la población israelí, que cuenta con cerca de 50 muertos, la mayoría soldados, no ha logrado que merme el apoyo por la actual ofensiva.
“Estoy cansada de esto, no salimos a disfrutar del verano, cada vez que escucho que ha caído un soldado me da un vuelco el corazón, pero esto no debe acabar. ¡Pensaban cometer un ataque con 200 terroristas!”, comenta Liz, madre de dos niños, al referirse a información del “Maariv” de que Hamás preparaba un ataque de envergadura con 200 hombres infiltrados a través de túneles contra poblaciones aledañas a Gaza en la festividad de Rosh Hashaná, el año nuevo judío.
Tras el cese al fuego de ayer, el hosco tabletear de las metralletas y los fusiles retumbaba en los edificios aledaños al hospital pediátrico Mohamad al Durra, levantado en honor a Mohamad al Durra, el niño palestino que cayó al inicio de la segunda Intifada (2000-2005) mientras su padre trataba de protegerlo en un tiroteo cruzado.
Cada diez segundos, una bengala ilumina el cielo y un disparo de los israelíes hace que tiemble este pequeño edificio, que hace tres semanas servía a 500,000 personas.
“Aquí no estamos seguros, pero tampoco hay seguridad en otro sitio. Mi deber es cuidar el hospital”, dice Alí con aplomo. “Aquí es donde otro de los bebés quedó herido. Perdió un ojo. Estaba con su padre cuando la ventana voló y cayó desde el otro lado en la camilla”, sobre la que aún está el vidrio agrietado, manchado de sangre. Según la ONU, de los 1,031 muertos, cerca de 250 son niños, en una Franja donde los menores suponen el 60 por ciento de una población calculada en dos millones de personas. Médicos y psicólogos coinciden en que los que han logrado sobrevivir llevarán las heridas de la guerra tatuadas en su mente y en su personalidad para el resto de su vida, arrastrada a esa pobreza endémica de la que se alimentan los extremismos.
La mayor parte de los niños gazatíes ayudan a sus familias a retirar los cascotes, limpian y observan el mundo miserable que les rodea con una mirada ensombrecida por una capa de años zaína —cocida con bombas— que les ha robado la infancia y la vida.
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