JOAQUÍN ABSALÓN PASTORA
Broadway es el sexo de Nueva York, decía el bohemio, cantando, danzando en un unísono locuaz en una gira por los centros de recreación cultural de la urbe.
No puede hacerse exclusión referencial del Music Hall. El expositor espontáneo alzaba la voz en consonancia con la danza. Ya a las seis se prendían las luces incitantes.
El solista bautizaba a su solo como “un burlesque” que hacía ironía del arte coreográfico y de la música del siglo veinte —estábamos en el decenio sesenta setenta— que los puristas calificaban contra melódica, cacofónica.
Después de hacer su solo nos convidaba a descender al piso donde se hacía calistenia de la modernidad con los atuendos de la innovación contemporánea a través de la presentación del legítimo burlesque, ya con la orquesta a lo Pierre Boulez en el foso y los artistas en las tablas estelares.
La capacidad visual bebió las extravagancias puestas en las cuales no se ocultaban las carencias melódicas, la incomprensibilidad, la justificación sofisticada de la revolución en el arte tan proclamada en el siglo veinte.
Un privilegio tenía el espectáculo que se ufanaba de ser un crítico de la pureza, de la índole conservadora. Ese era saber combinar la actuación (el argumento), el canto y la danza, una trilogía actuante avivada por los factores requeridos por la revista moderna.
Empero ha crecido el interés por aquella reunión amena de facultades artísticas.
Esta se cierne en la sala mayor del Teatro Nacional Rubén Darío donde se ha escenificado el argumento de una joven campesina que sueña con ser la estrella del burlesque con los matices del canto, del teatro, de la danza.
Los esfuerzos son adjudicados a Elvin Vanegas, Ernesto Palacios y Lincoln Castellón. Confirman que se ha enriquecido la versatilidad.
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