Las autoridades del Gobierno han anunciado que prepararán un Plan B para enfrentar lo que se sabía y se le había advertido desde hace tiempo: que las proyecciones económicas con las que venía trabajando —y de hecho, haciendo propaganda— eran demasiado optimistas y no tenían asidero en la realidad.
Aunque sea con retraso, es bueno que el Gobierno reconozca que las cosas no son del color rosa con que a diario las pinta su propaganda. Y es bueno también que la opción inmediata, frente a una recaudación fiscal menor que la proyectada, sea mantener el balance fiscal-financiero y evitar gastos sin financiamiento que atizarían la inflación que, como es conocido, es el peor impuesto sobre los asalariados y los pobres.
Pero hasta ahí los reconocimientos, porque siendo el Gobierno más propenso a la propaganda que a la realizaciones, hay el riesgo que el Plan B sea, además del recorte de gastos públicos, un simple ajuste de las proyecciones. Para empezar, insiste en engañar al atribuir las causas de la desaceleración de la economía casi exclusivamente a la sequía y, sin dar cifras que lo justifiquen, a lo que ha venido en llamar terremotos de abril casi atribuyéndoles una magnitud y consecuencias que, más allá de la justificada alarma que la cadena de seísmos provocó, sus daños no tuvieron la magnitud macroeconómica que el Gobierno pretende atribuirles. También insiste en engañar cuando, frente a la sequía, que es un problema de emergencia, desde el Gobierno hablan de adoptar medidas “para paliar el cambio climático”, como si un fenómeno de semejante envergadura planetaria estuviese al alcance de lo que el gobierno de Ortega pueda hacer, cuando lo que puede hacer, por ejemplo, parar el despale de Bosawas para que la comunidad Mayangna no se quede sin agua, no lo hace porque hay jugosos negocios de por medio que sin duda están vinculados a círculos del Gobierno.
La sequía no es algo que se pueda evitar, y desde un principio reveló tener una magnitud casi sin precedente. Es un hecho grave para decenas de miles de familias campesinas, para muchos productores agropecuarios y para la sociedad en su conjunto. Todo lo que el Gobierno haga —que no sea tan burlón como la recomendación de criar iguanas que hizo un asesor oficialista y endosó la alcaldesa de Managua— para evitar hambruna en el campo y que se disparen los precios de los granos básicos, será bien hecho, pero si se hace bien. La experiencia de los frijoles, que se inició bastante antes de la sequía y ya se arrastra por varios meses, no es un buen presagio, pero esperemos que el Gobierno haya aprendido de esa experiencia y frente a la sequía lo haga mejor.
Pero la vulnerabilidad que muestra nuestra economía, prácticamente igual que la de hace una década, lo que deja en evidencia es que Ortega, frente a su Plan A, que es consolidar a toda costa su poder político y económico, nunca tuvo un Plan B para el desarrollo del país. La coyuntura negativa que enfrentamos se podría sortear mejor con más productividad en los granos básicos, o mejores tarifas eléctricas que aumenten la capacidad de refrigeración de los ganaderos, pero nada se ha hecho al respecto, entre otros obstáculos estructurales al desarrollo que permanecen sin atención.
Casi una década de gobierno, pues ya vamos para el fin del octavo año, en condiciones excepcionales de buenos precios de exportación, bajas tasas de interés internacionales, abundancia de financiamiento externo, y sin una Asamblea Nacional bloqueando sus iniciativas como lo hacía Ortega desde la oposición, es para que Nicaragua no tenga, frente al menor cambio de circunstancias, la misma vulnerabilidad que antes.
Y sin embargo, la tiene, como lo demuestran los hechos que estamos viviendo. ¿Cómo explicar técnicamente semejante pérdida de la oportunidad que Nicaragua ha tenido? Quienes busquen la explicación técnica no la encontrarán, porque la explicación es política: el Plan A de Ortega, mató desde un principio el Plan B de Nicaragua.
El autor fue candidato a vicepresidente de Nicaragua.
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