JOAQUÍN ABSALÓN PASTORA
Desde mediados del Siglo 18 en que la ciencia y la razón prevalecen sobre los principios dogmáticos, está vigente la discusión sobre como poner en la fidelidad, el concepto para definir al clasicismo, la apología a su selectividad en el arte. Diversos conceptos proliferan en la polémica, dentro de las cuales dos salen a la superficie. Una obra merece la ventura de ser considerada como tal cuando persiste en el tiempo. La demostración de vida de un siglo basta para que clasifique la creación.
La otra tesis sostiene que el clasicismo obedece a un periodo. La música es clásica cuando caracteriza la estética galante a través de uno de sus ejemplos: Joseph Haydn una de cuyas partituras se convirtió en el Himno Nacional de Alemania, quien tuvo a Mozart como su mejor heredero. Descendía el auge de la música religiosa en la época de Juan Sebastián Bach, y así posteriormente los románticos, los programáticos, los nacionalistas, los populares aparecidos en la modernidad donde el ritmo tiene mayor incidencia.
La semana pasada se hizo un homenaje a la Sonora Matancera en el Teatro Nacional Rubén Darío con espléndida concurrencia tanto como de sus cautivos otoñales como de las nuevas generaciones. Y se atribuyó la disposición a que la música que originalmente interpretó está viva a pesar de haber superado el venerable lapso de medio siglo. Repercute, genera remembranzas, acción sin sugerir la posibilidad de morir. Es por lo tanto un fenómeno dentro de la temporalidad, válida su perseverancia para que se haga un estudio. Si clásico es todo lo perdurable, tesis con la cual personalmente simpatizo, el conjunto que pone al piano en primera fila en medio de cueros y trompetas, es un clásico, razón que justifica su presentación en el destino selectivo del teatro.
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