Cada vez que veo por televisión el anuncio: “Salvemos Tiscapa”, se me revuelve el estómago de la rabia al ver las toneladas de basura que flotan en su superficie. ¿Acaso queda algo por salvar? Si su muerte se renueva cada año con la llegada de las lluvias.
En mis recuerdos de infancia están las lavanderas de Tiscapa bajando por las laderas de la laguna con gigantescos motetes de ropa sobre sus cabezas. Alguna vez me llevaron hasta la orilla de la laguna y con fascinación observé a las mujeres lavar la ropa mientras sus pequeños se divertían dándose un chapuzón. Había una actividad febril mientras trabajaban, hablaban, reían o gritaban saludándose. Parecían disfrutar mientras ganaban el sustento para sus familias.
También recuerdo a los nadadores entrenándose para ser salvavidas o competidores de natación. Viéndolos desde arriba, cuando el sol se reflejaba en el verdor del agua, parecían pequeñas lentejuelas de colores por sus trajes de baño.
Tiscapa era el corazón enérgico y palpitante de Managua.
No puedo recordar cuándo fue que Tiscapa dejó de tener lavanderas y bañistas, pero en los años ochenta, el gobierno sandinista construyó un proyecto turístico que tenía un anfiteatro y una tarima flotante para espectáculos culturales. También pequeños ranchos que bordeaban la laguna y un restaurante flotante.
Esta iniciativa fue exitosa como atractivo turístico hasta que el alcalde sandinista Samuel Santos aprobó y ejecutó un irracional y destructivo plan, que consistió en desaguar unos cauces en la laguna con el fin de evitar las inundaciones de un barrio, que tenía problemas de drenaje por no tener un sistema de alcantarillado apropiado.
También recuerdo las advertencias de los miembros de la Asociación Nicaragüense de Ingenieros y Arquitectos en contra de tan absurdo proyecto. Pero de nada sirvió que protestaran como asociación de profesionales responsables y tampoco fueron escuchadas las voces de los ciudadanos que se oponían enérgicamente a la contaminación de la laguna y el previsible desastre.
Tiscapa comenzó a llenarse de basura y a medida que el nivel del agua subía, poco a poco fue tragándose los ranchitos del proyecto turístico, sus techos de paja parecían sombreros flotando hasta quedar sumergidos.
Por mera coincidencia, una tarde mientras tomábamos algo en el restaurante Mirador Tiscapa, escuchamos un estruendo que venía desde abajo de la laguna y pudimos ver como se hundía ante nuestros ojos la tarima flotante. Fue realmente un espectáculo aterrador.
Al día siguiente nos enteramos que la presión del agua procedente de los cauces había socavado la base de la tarima y los pivotes que sostenían la plataforma habían cedido. Cuando se hundió, adentro de los camerinos estaba una persona, que fue la víctima de este siniestro.
Cuando veo al ahora canciller, señor Samuel Santos, sonriente recibiendo a los diplomáticos, me pregunto si alguna vez supo el nombre de la víctima, si se acordará de su muerte y la de Tiscapa, si se sentirá responsable o lamentará su soberbia y sordera al haber cometido una insensatez desoyendo la razón. Una decisión que, además de haber contaminado para siempre la laguna de Tiscapa sin solucionar efectivamente el problema de las inundaciones, acabó con un proyecto turístico que era una inversión y servía para el esparcimiento de los capitalinos. Pero lo más triste y lamentable fue la pérdida de una vida.
Con el proyecto del Canal Interoceánico, el lago Cocibolca va siguiendo los pasos de la muerte de Tiscapa. Mi pregunta es: ¿qué castigo merecen aquellos que desoyendo advertencias y a sabiendas del daño que causarán, con premeditación y alevosía, matan un cuerpo de agua dulce que es fuente de vida para millones de seres? La autora es tecnóloga médica.
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