El crimen de las hermanas
En su carrera para bajar al río, don Nieves Hernández se topó con un gentío agrupado en el panteoncito de la comunidad. Entre la multitud reconoció a una prima y angustiado le preguntó: “¿Qué tan cierto es que hay dos muertos allá abajo?”. Y ella le confirmó lo que su intuición de padre ya sospechaba. “No se asuste, que son sus hijas”, le dijo. Él lo recuerda vívidamente, detalle a detalle, como si aquella mañana ingrata apenas hubiera sido ayer.
Por Amalia del Cid
En su carrera para bajar al río, don Nieves Hernández se topó con un gentío agrupado en el panteoncito de la comunidad. Entre la multitud reconoció a una prima y angustiado le preguntó: “¿Qué tan cierto es que hay dos muertos allá abajo?”. Y ella le confirmó lo que su intuición de padre ya sospechaba. “No se asuste, que son sus hijas”, le dijo. Él lo recuerda vívidamente, detalle a detalle, como si aquella mañana ingrata apenas hubiera sido ayer.
Marcia tenía 34 años y Massiel 22. Imagínelas por un momento. Blanca la primera, morena la otra. Pequeñas y un poco robustas, de cabellos largos y manos de campesina. Después de preparar la tierra van recorriendo la huerta de sus padres, que mide una manzana, arrojando semillas de maíz. Tres granos a la vez. Mientras trabajan, ensayan himnos a la Virgen María, preparándose para los servicios religiosos de los jueves y los domingos. Marcia es la encargada del coro y Massiel, más hablantina que su hermana, celebra la palabra en la capilla. Viven tan consagradas a la familia y a la iglesia que nunca han tenido novio.
Nacieron en Las Mercedes, comunidad situada veinte kilómetros al suroeste de la ciudad de Matagalpa. En ambas ocasiones doña María Francisca Flores dio a luz en casa, atendida por una partera, porque nunca le han gustado los hospitales. Y ahí mismo crecieron, junto con sus otros tres hermanos, en una vivienda de adobe construida en la parte alta de un cerro, con neblina en las mañanas y candil en las noches, porque jamás tuvieron energía eléctrica.
De padres católicos y campesinos, desde niñas le tomaron cariño a la iglesia y a la tierra. Se levantaban a las 5:00 de la mañana para poner el café en el fuego y palmear las tortillas del desayuno. Después se iban a la huerta. Chapodaban, quemaban la broza, covaban, sembraban y abonaban las plantas. “De recuerdo de las muchachas me quedaron las matas de plátano, la malanga, los jocotes y los palitos de café que ya están cosecheros”, dice don Nieves, de 69 años. Y su voz es suave, con ese musical acento que hay en las montañas matagalpinas.
Poco después del crimen, el obispo de Granada (antes de Matagalpa), monseñor Jorge Solórzano, dijo que había “todo un proceso” para que las hermanas Hernández Flores fueran declaradas oficialmente mártires de la Iglesia e incluso un día llegaran “a la santidad”. Marcia y Massiel dieron testimonio de vida y predicaron en al menos 18 comunidades rurales al sur del municipio de Matagalpa.
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Su religión les ocupaba casi todo el resto del tiempo. Iban a misiones evangelizadoras, veían por que nada faltara en la capilla y organizaban actividades. Doña María Francisca las vio salir de casa a las 3:00 de la madrugada de ese viernes 18 de marzo. La iglesia quedaba a media hora de camino y ellas debían hacer los preparativos del Viacrucis, que empezaría a las 4:00 de la mañana. Marcia llevaba una falda azul y una blusa rayada en amarillo. Massiel se puso una falda gris, una camisa café y zapatos de cuero, con hebillita.
—Mamá, ahí le dejo la masa para las tortillas —dijo Marcia—. Y las hermanas desaparecieron tras la puerta.
Se suponía que volverían a las 6:00 de la mañana, pues debían llevar la comunión a un enfermo. Pero “eran las 7:00, las 8:00 y nada que venían”, cuenta la madre. “Qué iban a venir”, dice, “si estaban muertas”.
Doble asesinato
Aníbal Meza, entonces de 20 años, llegó a la comunidad unos dos meses antes del crimen, asegura doña María Francisca. Y ocho días antes de ser violadas y atrozmente asesinadas, Marcia y Massiel estuvieron en la casa donde el hombre vivía con su compañera, en una visita evangelizadora. “Yo no sé qué le vio a las muchachas”, dice don Nieves. A más de tres años de su desgracia, todavía se pregunta: “Por qué le sucedió esto a mis hijas si yo nunca le hice daño a nadie y ellas tampoco”. “Hay momentos que no duermo pensando en eso”, cuenta. Sin embargo, le gusta platicar sobre sus hijas porque “si uno no habla, se ahoga”.
La madrugada del 18 de marzo de 2011, Aníbal esperó en el río a las hermanas Hernández Flores, a unas 500 varas de la casa de ellas, pues sabía que debían pasar por ahí para llegar a la iglesia. Tenía un cuchillo, un machete corto y un trozo de jiñocuabo que recogió en el camino. Cuando comenzó a golpearlas con el palo, Massiel todavía pudo correr unas sesenta varas, dando grandes gritos. A cien varas del río hay casas, comenta don Nieves, “pero la gente de aquí es supersticiosa y pensaron que era la cegua. Nadie le hizo caso”.
A eso de las 9:00 de la mañana, después de hablar con su prima, don Nieves llegó corriendo al río para identificar a sus hijas. Fuera de sí, saltó alambradas y pasó atropellando a los curiosos, hasta que divisó el primer bulto. Era Marcia. Doña María Francisca se enteró de todo hasta el mediodía, cuando le llevaron los cuerpos de sus “muchachas”.
La memoria de Nieves y María Francisca sigue terriblemente fresca, como el primer día. Todos los recuerdos conducen a sus hijas, pese a que después del crimen ambos se mudaron a un barrio periférico de Matagalpa, donde viven con Lesbia, la hija mayor. A esa casa llegaban Marcia y Massiel para visitar a la hermana y de paso ver esas películas católicas y mexicanas que tanto les gustaban. “Miraban las de Pedro Infante y La India María”, recuerda Lesbia, “y bebían gaseosa y les gustaba el pollo frito”.
Pero jamás “anduvieron de lujosas”, afirma don Nieves. Si acaso le pedían “papá, tráiganos un pollo, una libra de cuajada” y solo usaban relojes de batería, baratos, que su padre les compraba gracias a su trabajo como vigilante de seguridad. Dos días antes de morir, recuerda, visitaron a la dentista para que les reparara las chapas de los dientes. No solicitaban más que lo necesario.
“Eran muchachas bien inteligentes”, afirma su padre. Cuando él adquirió un préstamo de cuatro mil córdobas, sus hijas le dijeron: “Con eso vamos a componer la casa. Vamos a dar a aserrar una madera, aunque las paredes las hagamos de barro”. Y juntas hicieron los hoyos para los pilares y levantaron las paredes de adobe. “¡Cómo se empeñaron! Yo volvía del trabajo y ya ellas habían avanzado, ya algo habían hecho. Y Massiel decía: ‘Cuando terminemos vamos a pedirle al padre que la venga a bendecir’”, cuenta don Nieves.
Las hermanas trabajaron duro, a toda hora, durante casi dos meses. Y aquel 18 de marzo, estaban a solo dos días de terminar la casa.
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