Max L. Lacayo
La tenaz pregunta: ¿Quién derrocó al general Anastasio Somoza? y la angustiada interrogante: ¿Cuándo y cómo será depuesto el comandante Daniel Ortega?, son cuestionamientos ligados a los inquietantes deseos de encontrar respuestas a grandes eventos históricos que no podemos explicarnos con simples razonamientos. Aquí las emociones entran en juego y muchas veces se pretende dar causas únicas como explicación a tales sucesos.
Así, hay quienes argumentan que la decisión de Somoza de no permitir reconstruir el casco urbano de la Managua destruida por el terremoto de (diciembre) 1972, y la intensificación de una competencia de negocios impropia le costó el apoyo de la comunidad de empresarios y financieros, que luego fueron los causantes de su derrocamiento. Hay quienes responsabilizan a padres jesuitas, por haber azuzado y dado adoctrinamiento comunista a jóvenes de la clase alta. Algunos piensan que la caída de Somoza se debió a la miseria del pequeño campesino. Algunos ven el final de Somoza en la incompetencia con que se enfrentaron los ataques terroristas a la residencia del doctor José María Castillo y al Palacio Nacional. Otros aseveran que la organización opositora Unión Democrática de Liberación (UDEL), por su inclusión y magnitud, significó el principio del fin de Somoza. Muchos creen que el presidente estadounidense Jimmy Carter es quien derrocó a Somoza. El grupo de los “Los Doce” es a menudo señalado como el responsable de dar credibilidad a un grupo de terroristas, para lograr el necesario apoyo internacional que determinaría la suerte final del general, etc. ¡Cuántas sorpresas señor dictador!
En la realidad, como lo hemos visto aquí en Nicaragua, existe una dinámica social universal de rebelión contra los regímenes despóticos y totalitarios. Esa fuerza incluye, entre muchos otros factores, simples lemas de oposición que –aún cuando son considerados insignificantes– tienen un sentido comunicativo efectivo y se transmiten con facilidad de boca a oído. Comprende a los articulistas y periodistas, quienes a su propio paso van dejando su vívida narrativa en muchas mentes y corazones a través de los medios de comunicación masivos sobre los detalles de los crímenes que cometen los gobiernos dictatoriales. Esa fuerza hoy día cuenta con el poder de las redes sociales. Pero ante todo, en estos pueblos subyace una creciente disidencia que eventualmente alcanza un representativo corte transversal de la sociedad en general. Esto es lo más determinante en el proceso que culmina con el eufórico momento revolucionario (pacífico o violento) que da –tarde o temprano– al traste con las tiranías.
Inevitablemente el pueblo siempre tiene la última palabra, aunque a veces decidamos quedarnos quietos y mantenernos vigilantes. Todo lo que varía, con respecto a la decisión de escapar de las tiranías ahora o después, es el costo en términos materiales y humanos; pero el resultado final es invariable.
Lo que sucede es que nadie puede acallar a esos pequeños grupos de disidentes cuya dignidad no es negociable. Esos pequeños círculos existen en todos los estratos sociales y están presentes en todas las entidades; públicas y privadas, civiles y militares. Poco a poco los diputados neutrales, los políticos corruptos, los indignos irán cruzando la barrera del miedo o desapareciendo de escena para dar lugar al movimiento que habrá de alumbrar el camino.
Si bien hoy desconocemos el cómo y el cuándo será depuesto el dictador, en un futuro, quizás no muy lejano, nuevamente las emociones entrarán en juego e igualmente se pretenderá dar explicaciones simples a la caída de un tirano más.
El autor es economista y escritor.
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