La forma de ver el 12 de octubre tiene mucho que ver con la forma en que nos vemos a nosotros mismos y a nuestras herencias culturales. Cuando se conmemoraba como Día de la Raza se veía con tonos positivos; como el inicio de una nueva civilización indo-europea. La izquierda marxista nunca estuvo a gusto. Hugo Chávez ordenó en el 2002 denominar la fecha “Día de la Resistencia Indígena”. Ortega lo hizo en el 2007.
El objetivo oficial del cambio es reivindicar las culturas aborígenes, pero alberga también el menos confeso, pero insidioso, de rechazar el legado español. Tras rendir Chávez homenaje al cacique Guaicapuro, quien encabezó un levantamiento antiespañol en el siglo XVI, una turba derribó en Caracas la estatua de Colón.
A la entrada de León Viejo, en Nicaragua, está la estatua de un indio mordido por un perro. El guía explicará al visitante cómo el gobernador Pedrarias, a inicios de la conquista, condenó a que 18 indios rebeldes fuesen destrozados por canes furiosos. Posiblemente añadirá otras historias para mostrar la brutalidad con que los españoles trataban a los aborígenes.
Es innegable que Pedrarias y muchos conquistadores cometieron grandes atropellos. Pero eso no resume ni contiene toda la historia. Atropellos los cometían también los indios contra otros indios. Cuando una tribu caía sobre otra, ya sea por las famosas “guerras floridas” que buscaban víctimas para sus sacrificios, o por conflictos territoriales, los cuales eran frecuentes, el trato a los vencidos era terrible. No hay estatuas de indios desollando a otros indios o comiéndoselos, pero ocurría. Y entre los indios había opresión, explotación y esclavitud.
Tampoco se trata de denigrar o menospreciar las virtudes y valores culturales indígenas o de retratar a los españoles como civilizadores sin mancha. La realidad es siempre compleja y se resiste a ser pintada en blanco o negro. Así como los indios no eran ángeles ni los españoles demonios, tampoco eran salvajes todos ellos ni civilizados todos los españoles.
En el claroscuro de la historia uno puede escoger las sombras o las luces. Es más constructivo, empero, resaltar las segundas y animarse a incorporarlas. Nuestra identidad es hispanoamericana. No somos ni indios ni españoles. Tenemos de los dos y bebimos abundantemente de sus tradiciones, en algunos países más que en otros. Negar uno de los componentes de esta síntesis es negarnos a nosotros mismos. Y es olvidar que de ella se originó uno de los procesos de integración cultural más admirables de la historia.
Arnold Toynbee comentaba al respecto cómo, en Hispanoamérica, “La comunidad de religión abrió la puerta para los matrimonios interraciales y para que las dos sociedades se fundieran en una, en la cual el marco era occidental, pero en el que una buena dosis de vino indio había sido vertida en botellas occidentales”. “La secuela fue diferente, y menos feliz”, añade, “para las sociedades no occidentales que cayeron bajo la influencia del dominio francés, holandés, y británico… Aquí no hubo un intento de impartir o recibir nada más que el lado secular de la civilización occidental… los nativos se vieron gradualmente alienados de sus propias culturas ancestrales sin jamás llegarse a sentir que la cultura occidental que adoptaban progresivamente se convirtiese en la suya propia. El resultado fue un cisma en la sociedad y un cisma en el alma…”
En lugar de caer en maniqueísmos estériles, debemos más bien explorar lo valioso de las diversas culturas y tradiciones que comenzaron a fundirse en América a partir del 12 de octubre de 1492. Encontraremos más razones para la alegría que para la tristeza.
El autor es sociólogo. Fue ministro de Educación.
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