Las llamadas guerras de religión, que devastaron Europa durante los siglos XVI y XVII, parecían haber quedado relegadas al desván de la historia, pero he aquí que en pleno siglo XXI se ha producido un rebrote anacrónico por el surgimiento del llamado Estado Islámico de Irak y Siria (ISIS, por sus siglas en inglés), que sacude violentamente el Medio Oriente, donde pretende instaurar un ghetto al mejor estilo nazi.
El mundo occidental contempla, con horror e incredulidad, las atrocidades cometidas por los llamados yihadistas islámicos (partidarios de la mal llamada guerra “santa”) contra hombres, mujeres y niños, cuando el fanatismo religioso —que en el pasado dejó un saldo trágico cada vez que el odio insensato prevaleció sobre la razón y la inteligencia— se creía superado.
Los yihadistas musulmanes parecen extraterrestres venidos de un lejano planeta poblado por monstruos siderales carentes de todo sentimiento de humanidad, donde los “iluminados” (¿puede acaso alguna claridad emanar de las tinieblas?) tienen por misión erradicar a quienes no comparten su intolerancia, es decir a los “infieles” que profesan otros credos religiosos, quienes, de acuerdo con el concepto fundamental de libertad, poseen el derecho inalienable de practicar determinada religión o declararse sencillamente agnósticos. Muchas guerras se libraron a lo largo de la historia, demasiada sangre fue derramada para conquistar ese derecho, que constituye la piedra angular de todo sistema genuinamente democrático.
Acabamos de conmemorar el centenario de la Primera Guerra Mundial, que estalló el 28 de julio de 1914, con un saldo de muerte, destrucción, sufrimiento y dolor inimaginables. Sin embargo, como el hombre es el único ser que no aprende de sus errores —a diferencia de los animales considerados inferiores— solamente 21 años después de finalizado el conflicto estallaba la segunda conflagración planetaria, producto de los sueños demenciales de un alucinado que se creía el adalid de los arios y pretendía liberar al mundo de las “despreciables razas inferiores”. Esa satánica aventura, que dejó un rastro de horror, lágrimas y destrucción por doquier, terminó con el argumento supremo de la sinrazón: el lanzamiento de dos artefactos nucleares sobre sendas ciudades niponas, que en segundos fueron borradas del mapa. Esa fue la corona de insensatez e inhumanidad del “homo sapiens”.
Hace poco se celebró entre los católicos del mundo la fiesta de la Virgen del Rosario, bajo cuya advocación las fuerzas cristianas de España, los Estados Pontificios, la República de Venecia, la Orden de Malta, la República de Génova y el Ducado de Saboya derrotaron en la Batalla de Lepanto, el 7 de octubre de 1571, a la armada musulmana del imperio otomano que amenazaba con recuperar la península ibérica, ocupada durante casi ochocientos años por el islamismo avasallador. El triunfo en Lepanto, hace 443 años, significó el fin de la pretensión musulmana de conquistar el Mediterráneo y otros países europeos.
Ahora resulta que los yihadistas declaran estar decididos a reconquistar lo que una vez les perteneció por designios de su dios. Comenzaron por subyugar algunos Estados del Oriente Medio y atacar a aquellos “infieles” que rehúsan someterse a su intransigencia. El resultado ha sido un brutal éxodo de las poblaciones afectadas hacia países vecinos. Entre sus víctimas se cuentan periodistas del Reino Unido y los Estados Unidos, que han sido decapitados con saña publicitaria como medio de amedrentar a Occidente.
El islam, haciendo gala de una crueldad pocas veces vista y valiéndose del nombre de Alá, comete todo tipo de tropelías y crímenes abominables y está determinado a recuperar el territorio que han denominado Eurabia. Al parecer lo está logrando, ya que paralelamente a la ofensiva militar de los yihadistas, desde hace varios años Occidente asiste impotente a la invasión demográfica de Europa por oleadas de musulmanes (que en la actualidad sobrepasan los 50 millones) en Gran Bretaña, España, Francia, Italia, Austria, Alemana y otros países. La tasa de natalidad promedio de los europeos es de 1.3 hijos por mujer en edad fértil, lo que evidentemente no alcanza para garantizar el reemplazo natural de la población, tasa estimada en 2.2. En comparación, la población musulmana en Francia se reproduce a una tasa de 8.1 —más de cuatro veces la de los galos—, en tanto que se calcula que en 15 años más, la población islámica en los Países Bajos representará más del 50 por ciento de todos los holandeses.
El islamismo (622 a.D.) en realidad, más que una creencia es una ideología político-religiosa que implica el sometimiento ciego y total de quienes lo practican a lo que supuestamente ordena el Corán, una versión alterada del Antiguo Testamento de los judíos y del Antiguo y Nuevo Testamentos de los cristianos. El islamismo no puede considerarse una religión, no obstante que en principio afirma compartir la creencia en el mismo Dios de los judeo-cristianos. Lejos de basarse en el amor al Creador y sus semejantes, la práctica de la misericordia, la caridad y la observancia de los diez mandamientos entregados a Moisés en el Monte Sinaí —especialmente el que prohíbe matar a otro ser humano—, hace del asesinato de inocentes a sangre fría, del odio ciego y la violencia la negación misma de Dios que, como escribe San Pablo, es precisamente Amor (I Jn: 4,8).
Es evidente que el ser supremo de los musulmanes (que llaman Alá) no tiene absolutamente nada en común con el Dios que adoramos cristianos y judíos, a quienes llamamos nuestros hermanos mayores en la fe porque compartimos las mismas raíces, oramos con los mismos salmos, creemos en los mismos profetas, procedemos del mismo linaje de nuestros padres Abraham, Isaac y Jacob y observamos los mismos mandamientos.
El terrorismo fanático de los musulmanes de ISIS podrá ser cualquier cosa menos una religión.
El autor es diplomático, fue embajador de Nicaragua en Chile