Pocas palabras no pueden medir la intensidad de una emoción y más cuando esta vuela sobre siglos. Al escuchar la Novena Sinfonía de Beethoven, interpretada por la Orquesta Juvenil Centroamericana y del Caribe con el coro Cantorum, en el Teatro Nacional Rubén Darío, sentí que no había espacio para describir los extremos de gozo y dolor.
El universo auditivo se regocija cuando recibe la visita de las pulcras partes instrumentales en los primeros tres movimientos y el último —Presto— de la hegemonía coral. Dolor porque al vivir la conclusiva unicidad, pensé en lo que debió sufrir el autor. No pudo oírla por tener a la sordera en agresiva plenitud.
En el primer movimiento —allegro— se alza la imagen de un nuevo Prometeo. Un fantasma en contrastes se suelta del caos y vuelve a él. Quintas en atmósfera mística. El demonio se rebela escalofriante. Pero en el final el destino resuelve con un decreto: “Vete miserable”. El scherzo sigue rodando sobre las pistas de la fantasía dentro del renovado ambiente demoníaco con un fantástico “sostenuto” y el amplio “fugato” como que Beethoven en ese movimiento se hubiese transformado en pintor dándole pinceladas a una acuarela. Tanto en el scherzo como el adagio es perceptible la oposición entre cielo y tierra, la lejanía infinita de dos situaciones. La sorprendente fanfarria de las trompas y las trompetas rompe el esquema de la distancia para volver a poner las plantas en la rigurosa superficie de la realidad y luego el presto. Emerge triunfal la alegría, la oda de Schiller: “Todos los hombres son hermanos” convirtiendo al epílogo filosófico en una teoría llena de colores, lo más hermoso que tiene este patrimonio cultural de la humanidad.
Todos los presentes nos abrazamos pero con las palmas en unánime júbilo y admiración.
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