Era la década de los años noventa. En el mundo se hablaba de una enfermedad que afectaba a homosexuales y prostitutas, pero ella no sabía qué era. Nadie entendía la epidemia y la única manera concebida para evitarla en ese entonces, era el aislamiento de los contagiados.
“Era como que tuvieras ébola hoy. Así nos trataban”, recuerda Arelys Cano, nacida en 1978 y contagiada de VIH por su esposo, cuando ella tenía 19 años.
Según cuenta, su esposo viajaba constantemente a Estados Unidos por trabajo y le confesó que era probable que él estuviese contagiado. Descubrieron juntos el resultado. Los médicos tenían miedo, les atendían vestidos con trajes, guantes, tapabocas y gorros. “Fue algo muy doloroso”.
Aún así, Arelys Cano vive una rutina normal, aprendió a sobrellevar su enfermedad y como si eso no fuese suficiente, también dedica casi el ciento por ciento de su tiempo a ayudar a quienes como ella pensaron que se morirían de “sida”.
Estaba preparada
Muchos dicen que nadie está preparado para recibir un diagnóstico de VIH positivo. Arelys piensa totalmente distinto. De alguna forma está convencida de que todo lo que había vivido antes de descubrirse la enfermedad, fue una especie de preparación para lo que venía.
Cuando era una niña le encantaban los juegos “de hombres”. Con sus primos y primas se iba a montar terneros, correteaba “con todos los chavalos” en los corrales, también montaba caballos, reía a mares con las carreras de patos y podía pasar un día entero nadando el río Las Mojarras, que quedaba cerca de su casa en San Francisco Libre, Managua.
Arelys se divirtió mucho en su niñez. Entonces, no comprendía el porqué del abandono de sus padres, que la dejaron a cargo de sus abuelos paternos, mientras él iba a la guerra y ella buscaba trabajo, hasta que sus padres se separaron y la dejaron ahí, donde ella recuerda una infancia feliz. Más tarde, a los 16 años, tuvo que casarse. El matrimonio, según comenta, no fue totalmente decidido por ella, pero “creo que eso me sirvió para enfrentar todo lo que venía”, dice.
Aprender a luchar
Su esposo falleció en 1998, un año después de haber recibido el diagnóstico, pero pasarían años para que ella lo pudiera perdonar. Dice que comprender que en realidad “no fue culpa de nadie”, cuesta. Y a ella, lo que le dio ánimos para vivir fue luchar contra la discriminación, unirse a un grupo de apoyo. Primero eran seis personas, solo dos mujeres. Hoy son más de 400.
Esta organización es la Asociación Nicaragüense de VIH Sida (Asonvihsida). Ahí Arelys comprendió que el VIH no mata, según recuerda, la gente se moría porque no había tratamiento, porque la familia no lo apoyaba o por la discriminación misma. “Luchamos para que en este país existiera el tratamiento y no existiera discriminación”, señala.
Esa lucha fue primero contra sus propios miedos, tenía dos hijos, uno de ellos bebé. Creyó todo lo que leyó sobre la enfermedad. Le dijeron que se iba a poner delgada, bajó hasta 90 libras de peso. Escuchó que se le caería el pelo y las hebras empezaron a caer. “Todo era parte de la misma depresión. Estaba convencida que iba a morir, y si me quedaba con eso, estoy segura que habría pasado”, menciona.
Hasta que Dios diga
Arelys ha ayudado a muchas mujeres y hombres que reciben la noticia. Les anima con su experiencia. A veces se asustan cuando la ven cargada de tanta energía. Se maquilla con colores vivos casi todos los días, usa el pelo corto y sonríe mientras les dice que “de esto nadie se muere”. Ella no es ninguna heroína, aclara: “Estoy aquí no porque tenga méritos yo sola. Mi familia, mis amigos y muchas personas son los que me hacen que siga siendo como soy”.
En el camino ha perdido muchas amigas. Ha visto tantos casos de discriminación que le conmueven y le impulsan a seguir. “A las mujeres van y las dejan en las salas de emergencia de los hospitales. Están muriendo y nadie se hace cargo. Nadie asume. Uno cree que ya ha desaparecido la discriminación”.
Arelys toma tres pastillas diarias. Una por la mañana, dos por la noche. Ha gozado de buena salud, nunca ha estado interna en un hospital y lo único que le queda es agradecerle a Dios. No le preocupa su muerte, para ella su enfermedad no es VIH, sino los problemas diarios a los que debe encontrar cura inmediata. Tiene sus momentos difíciles sobre todo cuando pierde a alguien cercano, pero le encanta bailar y cantar en karaoke. En general lleva una vida normal.
“Trabajo como loca, pero la vida sigue. Soy feliz. Mi única preocupación es que mis hijos logren salir adelante. El VIH no es causal de muerte. Lo que mata es la depresión, el desorden de la vida y la discriminación, uno puede vivir los años que Dios quiera que viva”.
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