El amigo David Salvador Muñiz me escribe y pregunta “sobre el personaje mitológico Terpsícore que en una publicación lo relacionan con el arte. Ignoro si ya ha escrito sobre él. He buscado en mi colección de escritos suyos y no lo he encontrado”.
En realidad, específicamente sobre Terpsícore no he escrito ninguna columna, solo la mencioné al referirme a las musas en la columna publicada el 16 de mayo de 2003.
Terpsícore es una de las nueve musas, hijas de Zeus y Mnemosine, diosa de la memoria. Zeus hizo el amor a Mnemosine nueve noches consecutivas, embarazándola en cada una de ellas. El parto fue múltiple y las nueve Musas nacieron de una sola vez.
Las Musas forman el cortejo de Apolo, el dios que preside las bellas artes y por eso en este caso es llamado Apolo Musageta, que significa “conductor de las Musas”.
Terpsícore es la musa que auspicia la danza acompañada del canto, una de las actividades preferidas y el principal entretenimiento de las hijas de Zeus y Mnemosine.
Originalmente se creía que las Musas eran ninfas relacionadas con las fuentes y los ríos y por eso se les rendía culto como espíritus de las aguas. Con el paso del tiempo se les consideró deidades creadas por los dioses para inspirar y presidir la creación artística en sus diversas expresiones.
Algunos escritores sobre la mitología griega estiman que al comienzo las Musas eran solo tres y el primer lugar donde se les rindió culto fue la ciudad de Pieria, en Tracia, cerca del monte sagrado llamado Olimpo. De allí que en algunos casos las Musas son llamadas también con el nombre de Piérides.
Los tracios, en su viajes de comercio y colonización habrían esparcido el culto a las Musas, que se hizo muy popular en Beocia y sobre todo en las cercanías del monte Helicón, donde se les consagró un importante santuario, en realidad una cueva donde estaban las estatuas de cada una de ellas.
Cuando se aumentó a nueve el número de las musas se les convirtió en guardianas del santuario más importante de Apolo, que era el de Delfos, el lugar donde los antiguos griegos creían que se encontraba el Ónfalo, una piedra dejada por Zeus para marcar el ombligo del mundo y el centro del universo.
Delfos está muy cerca del monte Parnaso, a cuyo pie fluye una fuente de aguas cantarinas donde las Musas se reúnen para cantar y bailar en honor a Apolo. Es la Fuente Castalia, donde una hermosa ninfa que así se llamaba se ahogó cuando huía de la persecución amorosa de Apolo, quien puso a aquella fuente el nombre de su amada y la consagró a las Musas.
De Terpsícore se dice también que es la madre de las sirenas, a las que concibió de su relación amorosa con el dios río Aqueloo. Pero también se asegura que la madre de las sirenas habría sido Calíope, la musa que inspiraba el bello canto.
Las sirenas son mencionadas por Homero en el Canto XII de La Odisea, cuando Circe, la reina maga, le advierte a Odiseo (Ulises) que en su viaje por el mar desconocido encontrará a esos seres y le advierte el grave peligro que ellas representan.
Las sirenas eran unos seres fabulosos que vivían en el mar y tenían cabeza y pecho de mujer, pero cuerpo de ave. Según la leyenda, como estaban dotadas de voces maravillosas se atrevieron a desafiar a las Musas, pero estas las derrotaron en una competición de canto. Apolo castigó la soberbia de las sirenas arrancándoles las plumas, y ellas, avergonzadas de su desnudez, se aislaron en el mar de Sicilia, donde atraían a los marinos con sus hermosas voces, haciendo que las naves se estrellaran en las rocas y se hundieran, pereciendo siempre sus tripulantes.
Por eso en La Odisea Circe aconseja a Odiseo que al pasar por el lugar donde están las sirenas, se tapen los oídos con cera y para mayor seguridad para él, que lo aten al poste del mástil por si acaso lo vence la tentación de oír el canto maravilloso pero funesto de las sirenas, como en efecto ocurrió.
Un oráculo había vaticinado que las sirenas morirían cuando un mortal que escuchara sus cantos pudiera resistir su encantadora pero fatal atracción. Y así fue: después de que pasó la nave de Odiseo, quien oyó y resistió los cantos de las sirenas, estas se hundieron en el mar para siempre, muriendo ahogadas para que se cumpliera la profecía.
Al pasar el tiempo y transmitirse la leyenda de las sirenas de país a país y de generación a generación, el imaginario popular les cambió la forma de cuerpo de ave y pecho y cabeza de mujer, al de mitad pez y mitad mujer, que es como se les imagina hasta ahora.