Las manifestaciones, llamadas también demostraciones, son movilizaciones ciudadanas que tienen como propósito precisamente eso: manifestar o demostrar algo. La que se efectuó contra el Canal este miércoles pasado demostró, con suprema elocuencia, el rechazo visceral que el proyecto está produciendo entre el campesinado que habita la zona afectada por el proyecto.
Es importante que el gobierno capte bien el significado de lo que ocurrió. No solo porque fueron muchos miles los que se movilizaron, sino porque lo hicieron en forma a veces heroica, desafiando tranques, desvelos y grandes caminatas. Hablando con algunos de ellos durante la marcha, pude percibir la existencia de una voluntad de “resistir hasta las últimas consecuencias”.
No es de extrañar dicha actitud, ni que se esté encendiendo y radicalizando en este y otros sectores la oposición al Canal. Sucede no porque sea necesariamente mala o absurda la idea de construirlo, sino por la forma en que se está llevando a cabo: sin un diálogo nacional inclusivo, con graves e inexplicables incoherencias, y en medio de un secretismo típico de cuando se juega con las cartas bajo la mesa.
Desafortunado y quizás trágico. Porque un proyecto que podría unir a los nicaragüenses y sumar voluntades, se está convirtiendo en algo divisivo que podría profundizar las fracturas que ya existen en nuestra sociedad y llegar, incluso, al derramamiento de sangre.
Hay que evitarlo y se puede evitar. La solución no es negar o rechazar el canal sino nacionalizarlo; que de ser el proyecto de Ortega o del chino se convierta en un proyecto en que es socio la nación entera y que es entendido y respaldado por la mayoría de la población. Un proyecto así y bien manejado, podría traer grandes beneficios. No sería una panacea, como creen muchos del gobierno, pero tampoco el desastre inevitable que visualizan algunos de sus adversarios.
Evidentemente esto exige varias cosas que no están pasando: primero la transparencia, o una política de cartas sobre la mesa; segundo invitar a todos los sectores a participar como actores o socios capaces de influir en el proyecto y, tercero, desandar parte del tortuoso e irregular camino jurídico trazado por sus gestores. Lograr las tres condiciones no es nada fácil pues requeriría una especie de moratoria que abra espacio para discutir y aclarar aspectos oscuros y para poder enmendar o renegociar algunos puntos legales —a sabiendas de que hay grandes intereses en marcha con los que se han adquirido compromisos—. Pero podría hacerse si hubiese buena voluntad entre los involucrados.
Si Ortega y los chinos están plenamente convencidos de la bondad y legitimidad de sus propósitos, ¿por qué negarse a un esfuerzo por forjar un auténtico consenso nacional —que no significa unanimidad— aún cuando implique cierto atraso? ¿Por qué no jugar cartas arriba?
La prisa no puede ser pretexto para atropellar las inquietudes legítimas de una población que teme por sus tierras, por su lago y por su soberanía. Algunos de los temores podrían resultar infundados, otros podían ser resueltos, otros compensados. Si los gestores del proyecto tienen buenos argumentos a su favor, no deberían rehuir el reto de discutir pacientemente sus razones con los ciudadanos cuyas vidas y fortunas serán para siempre marcadas por él.
Antes de unirse en matrimonio indisoluble las parejas sensatas pasan por el noviazgo, época para conocerse, conciliar agendas y trazar un plan de vida. Casar a una joven con un desconocido, sin dejarla opinar o poner sus condiciones, no es matrimonio sino violación. ¿Es eso lo que se propone a los nicaragüenses?
El autor es sociólogo. Fue ministro de Educación.
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